El hidalgo señor del castillo miraba abstraído el fuego que calentaba la gran sala del primer piso. Su cuerpo descansaba sobre el sillón preferido, de alto respaldo, y sus piernas, calzadas con botas de cuero tierno y suave, se alargaban hacia el hogar. Era una tarde de otoño. La luz del Sol, rozando los cortinados de las enormes puertas vidriadas que daban a balcones barrocos, aún entraba en el ambiente alcanzando a iluminar el severo perfil del hombre.
Una joven mujer entró de prisa y se acercó a uno de los ventanales, apoyó ambas manos en los cristales biselados y miró hacia fuera buscando algo. Lucía un peinado alto y ropa de viaje. El señor no se movió de su silla, ni siquiera la miró. Ella, encandilada por el sol, no notó su presencia y quedó un momento mirando hacia el camino que dividiendo simétricamente al jardín francés terminaba en una explanada frente a la escalinata de piedra; pero a pesar de que era la hora acordada no vio lo que ansiaba ver. Se apartó con un gesto de desagrado dirigiéndose a un pequeño escritorio en un extremo del salón. Se sentó; con los codos sobre el tablero y la cabeza entre las manos parecía estar abismada en sus pensamientos. Permaneció un rato en esa postura y luego comenzó a escribir. Al final de cada párrafo se detenía, cavilaba y retomaba la escritura. De pronto oyó el rumor de ruedas y cascos de caballos que se aproximaban. Se levantó de la silla y se dirigió precipitadamente hacia una de las grandes ventanas. Esta vez sí vio a lo lejos la berlina que se acercaba al castillo. Entonces corrió hacia las escaleras, bajó, atravesó el portal de entrada y sólo interrumpió su carrera sobre un escalón de piedra de la escalinata en el que había unas maletas; esperaba a que el carruaje se acercase y se detuviera delante de ella sobre el pedregullo del patio. Ya estaban convenidas las postas donde comer y alojarse. Ella presintió que los varios días de viaje y el traqueteo del coche serían fatigosos, no obstante la ilusión de una nueva vida lo harían placentero.
El hidalgo caballero ignoró el ajetreo de su joven esposa, y hasta toleró el final; pero inmóvil en su sillón evocó los momentos inicialmente gratos y desagradables luego, vividos con quien había amado. Cuando recordó los últimos se puso de pie y caminó hacia el pequeño escritorio con paso firme pero lento, como si quisiera dilatar el tiempo. Tomó entre sus manos la carta de despedida, la leyó, y endureciendo aún más el perfil de su rostro la arrojó con desdén al fuego.
Por Carlos Balbi