El 24 de diciembre siempre había sido un motivo de alegría, mi madre juntaba a todos los chicos del barrio para llevarnos al centro a ver a Papá Noel, en la caja de la vieja camioneta. A mí me encantaba recibir regalos pequeñitos que él nos daba en persona. Créase o no, los juguetes se agigantaban en mis manos, y ese bebé de no más de diez centímetros que tenía chupete y una especie de taparrabos, al llegar a mi casa me daba la sensación de que era de gran tamaño. Yo lo acostaba en una vieja banqueta y lo tapaba con una frazada hecha con un guante viejo.
Martita no creía en Papá Noel y a mí me daba rabia. Una rabia rara, no digo que largaba espuma por la boca porque no soy perro, pero mis dientes empezaban a chirriar igual que a la noche por el bruxismo, solo que despierta. Y mi boca se ponía pastosa de tanto decirle ¡Martita, fijate bien, es Papá Noel! Ella, testaruda, me decía “no te creas todo, es un papá Noel que no es”. Yo no entendía de sutilezas, se es o no se es.
El caso es que mi vecino Tomás consiguió una cámara de fotos y un 24 de esos inolvidables conseguimos sacarnos una foto con el hombre de barba blanca y atuendo rojo. Su gran panza quedaba a la altura de nuestras cabezas y por un instante nos abrazó al darnos una bolsita con caramelos. El flash hizo lo propio, y nos paseamos por todo el barrio mostrando la foto ya revelada, pero Martita seguía incrédula. A mí me daba fastidio su actitud, no podía creer que ella no creyese en la bondad de los ojos de ese hombre, no podía creer que ella no creyese en él.
Un día en que estábamos aburridas, nos dijo: yo creo en ese hombre disfrazado, pero no es Papá Noel. La hubiese abofeteado, ¿qué se pensaba ella, que la ilusión se mata, así como así?
Fueron muchos 24 de diciembre felices, hasta que mi primo Raúl nos encerró en mi habitación para decirnos que Papá Noel y Los Reyes Magos no existían, que eran los padres y todo eso.
Recuerdo que en aquel momento saqué la foto de mi mesita de luz y le mostré que Papá Noel no se parecía en nada a mi papá Francisco, él se rio a carcajadas y yo lloré a mares. Le conté a Martita, ella me miró con pena y también con un dejo de orgullo.
Ya ha pasado más de cuatro décadas, y en este 24 de diciembre me encuentro con la foto ajada de Papá Noel entre mis manos y las lágrimas de Marta que afloran como caramelos en un kiosco. No deja de agradecerme por haberla guardado tanto tiempo, parece que el Municipio le va a hacer un monumento post mortem al hombre más popular del pueblo. El anillo de oro con sello que muestra la fotografía, en la mano de Papá Noel, está en el dedo mayor de Marta. Ella lo acaricia.
Por esas rarezas de la vida ahora que yo ya no creo, a ella se le dio por creer…
Ana María Caliyuri