Luego de algunas horas las emisoras radiales dejaron de transmitir, y posteriormente las de televisión locales. El motivo nos era desconocido pero supusimos que era por la imposibilidad de que los empleados llegaran a hacerse cargo de los turnos correspondientes.
Necesidad de las Calles
Luego de finalizar la rutina de levantarme a las cinco y media de la mañana para salir a las seis fui hasta la puerta de casa, y cuando la abrí, tuve una amarga sorpresa: la municipalidad todavía no había puesto las calles. Supuse entonces que el despertador habría sonado con adelanto, pero miré mi reloj pulsera y luego el viejo pero inapelable reloj de péndulo y los dos marcaban las seis. Prendí la radio, miré el televisor, todos indicaban la misma hora.
Sin duda era la municipalidad la que se había retrasado en el compromiso – tan importante para los ciudadanos – de volver a colocar las calles por la mañana, temprano, para que a las seis, que es cuando la mayoría de los trabajadores sale de su casa para comenzar sus labores, ya estén ubicadas. Consideré que esta situación impediría que no sólo yo saliera de casa sino vaya uno a saber cuántas personas más estarían afectadas por la inesperada situación, ya que el municipio coloca las calles no de una cuadra por vez, sino – al menos en el barrio donde yo vivo – en tramos cuyas dimensiones oscilan entre cuatro y cinco cuadras.
No habiendo calles, el teléfono pasó a ser el único medio para relacionarse entre las personas que estuvieran aún tan cerca como ser en la manzana de enfrente. Entonces traté de comunicarme por ese medio con las oficinas del municipio para averiguar qué es lo que estaba ocurriendo. Pero mis intentos fueron vanos. Cada vez que marcaba el número me daba ocupado. Repetí el procedimiento innumerables veces – deben haber sido más de una docena – y siempre ocupado. Esto confirmaba mi sospecha de que mucha gente había quedado encerrada en sus hogares por la falta de calles. Las líneas telefónicas seguramente estaban sobrecargadas porque no sólo los peatones tratarían de obtener información, sino que también los automovilistas – personas que siempre están apuradas – es probable que encauzaran su irritación descargando su ira por teléfono contra los empleados del municipio.
Bastante preocupado intenté avisar a la fábrica, pero, al igual de lo que me había sucedido con la municipalidad, me fue imposible. Mi esposa trató de hablar a sus padres – que viven a tres cuadras de nosotros – con igual resultado. Lo mismo le pasó a mi hija con sus amigas. Parecía que todas o casi todas las centrales telefónicas estaban superadas en su capacidad de conexión. Por suerte sí pude comunicarme con tres vecinos que viven sobre la vereda de enfrente a fin de informarme e informarlos de la situación. También trepé a la azotea y llamé a los vecinos de ambos lados de mi casa con el mismo fin. Ninguna de las personas con las que hablé conocía la causa de este desconcertante incidente municipal y, ciertamente, tampoco pudo dar aviso a su empleo de los inconvenientes que tenía para salir de su casa. La inquietud crecía entre los trabajadores, alimentada por el temor a las sanciones que podrían aplicarles las empresas por llegar tarde o por no concurrir al empleo – caso éste si las arterias continuaran sin colocarse –. Si la enorme fábrica en que trabajo es muy estricta con las llegadas tardes figúrese el lector de esta crónica que lo es mucho más con las ausencias. Me vería en la obligación de presentar constancias oficiales y no explicaciones personales, sean estas verbales o escritas, tal como entiendo las aceptan en dependencias del estado y en algunas empresas pequeñas o familiares. Imaginaba entonces yo que una vez que pusieran las calles, y a causa de la laberíntica burocracia del municipio, las peripecias por las que debería pasar para obtener los certificados correspondientes, serían bastante grandes. ¡Vaya uno a saber si finalmente podría conseguir los necesarios documentos legales que justificaran mi tardanza o, eventualmente, mi ausencia! Hasta podría ocurrir que perdiera mi trabajo en caso de no lograrlos. Por fortuna a las ocho recibí un llamado de mi jefe para tranquilizarme porque nadie de la fábrica había podido salir de su casa. Posteriormente escuché por radio que el problema de falta de calles era en toda la ciudad y que el origen del trastorno era una huelga por reclamos salariales del sector de operarios colocadores de arterias, y que quizá se prolongase por varios días. En consecuencia, como no podíamos hacer nada para cambiar la situación y nos veíamos obligados a esperar decidimos con mi esposa tomar las cosas con calma. Sin embargo no era tranquilizador el hecho de no tener posibilidad de recibir asistencia alguna, fuera médica (un tío enfermo vivía con nosotros), policial o de abastecimiento. De modo que la posibilidad de auxilio quedaba reducida a los habitantes de la misma manzana. Cada una de éstas era una entidad aislada y la gente que en ellas vivía debía autoabastecerse. Nos ilusionamos entonces con mi esposa – funcionaba ante esta circunstancia el instinto de autodefensa – con que al menos no se concretara la posibilidad de que la huelga se prolongase durante varios días.
Luego de algunas horas las emisoras radiales dejaron de transmitir, y posteriormente las de televisión locales. El motivo nos era desconocido pero supusimos que era por la imposibilidad de que los empleados llegaran a hacerse cargo de los turnos correspondientes.
Era la primera vez que ocurría esto de la falta de calles. Otras veces, más de lo que pudiera esperarse, las colocan mal, lo cual produce diversos tipos de inconvenientes; por ejemplo, suele ocurrir que ubican una calle que tiene un nombre en el lugar en que va otra con otro nombre, produciéndose desorientaciones y confusiones tanto en peatones como en automovilistas. Pero lo más usual – como no todas las cuadras tienen las mismas medidas, sea en su largo como en su ancho – es que pongan, por ejemplo, una cuya longitud no coincide con la del hueco en el que la colocan; el final de la cuadra, entonces, no concuerda con la esquina y tanto a los automotores como a los transeúntes les resulta imposible doblar ahí, si es que les fuera necesario.
Cada tanto me asomaba a la puerta para ver si había algún indicio de los obreros municipales, pero transcurrió todo el día sin novedades y hacia el anochecer la situación no se había modificado. De todos modos ya no podíamos esperar cambios puesto que se acercaban las veintitrés horas – que es el momento en que los operarios quitan las calles –, de manera que era muy improbable que aún levantando el paro las ubicaran tan solo por un rato. Nuestra intranquilidad se vio aumentada por otra circunstancia: mi esposa tomó conciencia que la falta de calles nos impediría ir al mercado a reponer las provisiones. Agua y luz había, al menos hasta ese el momento.
Al día siguiente, por la mañana temprano, hubo una breve transmisión de radio – con la esperanza que se reanudara ese servicio habíamos dejado el aparato encendido – donde se informó que el paro de instaladores de calles se había extendido a otras importantes ciudades del país y que por orden de las máximas autoridades del gobierno los funcionarios se desentendieron de todos los asuntos nacionales e internacionales que colmaban sus agendas y se dedicaron con exclusividad al logro de un acuerdo con representantes de los gremios municipales. El diálogo entre negociadores, no podría ser de otro modo, se hacía telefónicamente, cada uno desde el lugar donde estuviera la noche anterior, produciéndose, desde luego, inevitables confusiones, enormes demoras y complicaciones de diverso tipo. El avance del acuerdo era incierto. Bien podría decirse que no había avance. En fin, la huelga parecía tomar el rumbo del tiempo indeterminado.
A pesar de que por aquella advertencia de mi esposa habíamos comenzado desde el primer día a racionar la comida – por suerte en casa siempre teníamos en el sótano, en proceso de estacionamiento, algunos quesos, fiambres y vinos – en el tercer día de huelga los víveres comenzaron a escasearnos. Yo estaba preocupado especialmente por tío, y que por ser anciano y enfermo estaba bastante debilitado y había que medicarlo y alimentarlo muy bien para conservar su vida.
En la mañana del cuarto día oímos voces que provenían de la azotea llamándonos. Me asomé al patio y vi que era una vecina que venía a pedir ayuda para comer. Nos quedaba realmente muy poco ya pero de todos modos fui a la terraza con algo de comida aunque más no fuera para su pequeño hijo. Subiendo la escalera pensé que esa carencia estarían sufriéndola ya muchos vecinos. Y no me equivocaba porque al llegar arriba vi que, además de esa señora, también otras personas merodeaban por los techos para pedir con qué alimentar a sus hijos. Esta perspectiva despertó en mí la idea de formar una comisión de vecinos, una especie de comité de emergencia, para ayudarnos mutuamente. Hasta se me ocurrió la posibilidad de tender cables de una manzana a otra con el fin de ampliar el área de solicitar o ejercer ayuda. La idea fue tomada con beneplácito por una buena cantidad de familias, las demás, sea por exceso de individualismo o porque estaban enemistadas con ciertos integrantes del vecindario no quisieron unirse a nosotros. Pero la buena voluntad no duró más de dos días porque prevaleció el egoísmo. Como circuló la noticia – nos comunicábamos a los gritos con los vecinos de enfrente para evitar el uso de las saturadas líneas telefónicas – que las negociaciones entre gremio y gobierno no progresaban, muchos comenzaron a pensar que la huelga se prolongaría por quién sabe cuánto tiempo más, de modo que predominó el instinto de conservación y nadie ayudó a nadie. Muy pocas personas no se vieron perjudicadas por esta falta de alimentos, eran los guardias nocturnos que habían quedado encerrados en los supermercados, de donde ni querían moverse. También ellos adoptaron una actitud individualista y no dejaban entrar a nadie ni surtían a los vecinos.
Fue por esos días que aparecieron en muchas azoteas, luego de la caída del Sol, bandas armadas. La medida que había implementado el gobierno en tiempos normales de quitar las calles, como ya he dicho, desde las veintitres horas de un día hasta las cinco de la madrugada siguiente, había sido motivada justamente por la progresiva falta de seguridad, especialmente en horas nocturnas. Se comprende entonces que al aparecer estos grupos violentos la medida gubernamental, antes beneficiosa, no sólo tornó a desaparecer sino que, por el contrario, se convirtió en una generadora de delitos. Bandidos bajaban a los patios mediante sogas para robar en las casas que sospechaban hubiera algo, aunque fuera cualquier cosa que se pudiera masticar y tragar. Algunas bandas llevaban las armas sólo para defenderse por si eran sorprendidas pero otras las usaban para coaccionar y asaltar a los dueños de casa y exigirles la entrega de comestibles. Nos enteramos que varias familias habían sido obligadas a ceder sus mascotas, fueran éstas perros, gatos o pájaros, y que hasta las plantas les fueron arrancadas de sus macetas, y comidas.
Con el lento y tedioso correr de los días el aumento de la hambruna llegó a ser desesperante. Hasta las mismas personas que habían ocultado del vandalismo y protegido cuidadosamente a cualquier animal, planta o yuyo – aún de los que crecen en las grietas de paredes o azoteas – se vieron obligados a comerlos para no morir. No lo vi, pero se dice que incluso devoraron todo tipo de alimaña que se atreviera a salir de su cueva. Además sé, y de esto sí no me cabe la menor duda porque me consta, que los ancianos, los enfermos y personas débiles que vivían con ciertas familias, desaparecieron, sólo quedaron sus huesos, limpios, sin vestigios de carne, con marcas que demostraban haber sido roídos. Y sobrevino el caos.
Lamento lo de tío, pobre… en fin… pero a veces la vida nos obliga a enfrentar situaciones límites, como en este caso fue la ausencia prolongada de calles, en la que no pudimos plantearnos alternativas a la de los huesos roídos.
Por último, no obstante el desconcierto y la anarquía reinante durante esas negras jornadas, la racionalidad y el instinto de conservación del ser humano se impusieron, de modo que con un reconocible esfuerzo por ambas partes, el gobierno y el gremio en litigio paulatinamente acercaron sus posiciones En pocos días esta aproximación condujo a un acuerdo cuyas condiciones no fueron publicadas, pero el resultado fue que pronta y felizmente se retomaron las tareas de provisión de calles en todas las ciudades. De modo que ahora vuelvo a poner el despertador a las cinco y media de la mañana, y cuando en mi viejo y puntual reloj de péndulo suenan las seis campanadas salgo a la calle, al aire refrescante, sin olvidarme, antes de partir, de cepillar muy pero muy bien mis dientes.
Por Carlos A. Balbi