Rápidamente lavé el florero, le puse agua fresca y limpia. Con poca gracia acomodé como pude el ramillete de flores. Cosas que pasan, pensé, al tiempo que apuré mis pasos para irme de allí. Era la hora de la siesta y no había nadie en el lugar.
Misterio de Amor
Hay momentos que son solitarios, de pura desolación en los huecos más profundos del yo, de espejo sin testigos, de silencios profundos y pensamiento mágico. Hay otros instantes que se sirven de acompañantes para eslabonar una visión compartida de cualquier suceso que conmueva, más allá de lo anecdótico.
Este hecho que osaré relatar ocurrió en soledad, aunque hubiese sido lindo contar con alguien más, pero no siempre se puede elegir el cariz de las circunstancias. Sucedió en el cementerio local, un día de invierno crudo, de esos días en donde las almas de los muertos no salen de paseo por miedo a quedarse congeladas en algún pasadizo. Había ido a colocar flores a mis deudos. Mientras avanzaba por el camino de pedregullo hacia las tumbas, cientos de recuerdos se colaron en mi corazón y pensamientos. “Nadie se mete en el ataúd con vos”, decía mi madre, a boca de jarro, a quien quisiese oírla. Lo creí de ese modo por cinco décadas, no obstante, por los aconteceres vividos aquel día, me quedará la duda martillando mis más férreas certezas.
El cerebro se niega a reproducir los hechos tal cual fueron, será por instinto de supervivencia o quizá por lo inenarrable de las sensaciones que se instalaron en mi cuerpo.
“Las paredes oyen”, reza un viejo dicho familiar, y partiendo de esa premisa, es mejor recordar lo acontecido en voz baja. Todo es un misterio: la vida, la muerte, el amor. No es en vano aquello que se cruza en nuestras vidas, ni siquiera lo inexplicable, todo tiene una razón de ser.
Aquella tarde invernal, que mi memoria retiene, iba hacia la sepultura de mi padre con un ramillete de jazmines en las manos. El jazmín era su flor predilecta. Caminé lentamente tratando de disimular el escalofrío que me causaba el cementerio desierto, algo similar al miedo, pero más sutil. Había oído hablar de cosas extrañas que suceden en las ciudades de los difuntos: féretros abiertos, espectros que pasean, voces que se escuchan, presencias extrañas, etc. Corría un rumor en el pueblo acerca de una paloma blanca que visitaba a diario la tumba de José Passolini. Se comentaba que permanecía largo rato, al pie de la lápida, acompañando al difunto, y luego, emprendía vuelo. Todo esto viene a colación porque dicha sepultura está ubicada al lado de la de mi padre. Siempre he creído que los rumores tienen más vida que los hechos veraces: de tanto repetirse, el eco se instala como suceso cierto, sea o no.
Al pasar por la famosa tumba de Passolini, miré de reojo hacia donde se supone hallaría la famosa paloma blanca, no estaba. Soy una agnóstica confesa y barajo la teoría de que los pueblos se encargan de construir fantasías colectivas con la imaginación de algún vecino de dudosa fe, como para tener un misterio que los una.
Avancé hacia donde descansaban los restos de mi padre y me dispuse a vaciar el florero con flores marchitas. Había llovido la semana anterior y el agua olía a putrefacta. La canilla estaba a unos cinco metros de distancia, giré mi cuerpo para ir en busca de agua limpia, cuando de repente, una sombra gigantesca se proyectó sobre el suelo. Cubrió la fila de sepulturas hasta dejarlas en penumbra. Alcé la testa en busca de una nube o alguna cosa que estuviese interrumpiendo el paso del sol. No había nubes. Un ligero temblor se apropió de mi cuerpo. Sentí pasar algo cerca de mi cabeza, y después un sonido similar a un aleteo. Recordé la avecilla blanca de la que todo el pueblo hablaba, la de la tumba de Passolini. Deseché la idea. Esa imagen oscura, proyectándose con amplitud a lo largo de las sepulturas, no podía ser la de una simple paloma. Me asusté. Tuve deseos de correr, sin embargo, me quedé inmóvil. Pasaron unos segundos o quizá minutos, todo volvió a la normalidad. La inmensa sombra se disipó, pero no por ello se fue mi inquietud.
Rápidamente lavé el florero, le puse agua fresca y limpia. Con poca gracia acomodé como pude el ramillete de flores. Cosas que pasan, pensé, al tiempo que apuré mis pasos para irme de allí. Era la hora de la siesta y no había nadie en el lugar. Nadie vivo, por supuesto. Por el rabillo del ojo izquierdo, alcancé a ver la placa del difunto más famoso del pueblo: José Passolini, 25-3-1919 y abajo, la fecha de la muerte. Llamó mi atención porque era coincidente con el día de “Conmemoración a los fieles difuntos”. No alcancé a ver bien si era del año 2002 o 2003, no tenía los anteojos puestos. Me detuve un instante. Debajo de la placa que lo identificaba, había otra placa del doble de tamaño que decía: “Aquí yace mi único amor, José Passolini. Siempre juntos. Tu esposa.” Se deben haber amado mucho, pensé. Ya estaba dispuesta a partir cuando observé que la lápida de mármol negro estaba ligeramente desplazada hacia la derecha, dejando un espacio a la vista. Un clima helado se instaló en mi pecho. Extendí la mirada lo más que pude. No sé por qué lo hice. Tal vez, había algo de morboso en eso de querer ver más allá. Divisé una parte del ataúd o eso me pareció. Fue en ese preciso momento cuando vi salir a la paloma blanca desde ese lugar y perderse a mis espaldas. No soy muy sugestionable, pero esas cosas raras me inquietan. Como si todo eso fuese poco, sentí que alguien estaba detrás de mí. Una mano se posó sobre mi hombro.
Casi desmayo del susto. Giré sobre mis talones y la vi. Era una mujer anciana, de cabello cano y ojos oscuros. Se dirigió con dulzura para hablarme:
—No temas, es cuestión de ver más allá de los ojos.
—¡Quién es usted? —atiné a decir temblorosa.
—¿Yo? Soy la viuda de Passolini.
—¡Ah, mucho gusto, señora, no sé si usted vio lo mismo que yo! La lápida de mármol negro que cubre el féretro de su esposo se ha corrido unos quince o veinte centímetros. No quise mirar mucho, solo que me asustó un poco ver que desde ese agujero salió un ave volando a gran velocidad —le dije apresurada.
—Sí, es posible. Es una pequeña paloma mensajera que usábamos siendo jóvenes para mandarnos cartas de amor cuando a él le tocó ir a la guerra y sigo con la costumbre. Todos los días le escribo algo, la paloma conoce el camino hasta aquí o, mejor dicho, conoce el camino del amor. Supongo que entrega mis cartas y luego de sobrevolar la fila de tumbas, en vuelo de reconocimiento, retorna a casa.
Fue entonces cuando recordé lo sucedido minutos antes.
—No es una pequeña paloma, vi su sombra proyectarse en el suelo. ¡Es un ave gigante! —le respondí, asombrada.
La mujer anciana me miró con un dejo de tristeza para luego agregar:
—Es mi mensajera desde hace más de setenta años. ¿A usted nunca le dijeron que un verdadero amor, cuando se proyecta, es mucho más grande de lo que parece?
Dicho esto, la mujer se esfumó con rapidez.
Sigo siendo una agnóstica confesa, o un poco menos cuando pienso que algún día desentrañaré el misterio del amor. Quizá hay otros hilos que comunican entre el aquí y el más allá, así lo ha hecho la viuda de José o tal vez, es cuestión de alas, pensé, mientras sentía un fuerte dolor de espaldas y flotaba en el aire una pluma naciente cargada de tinta y gracia.
Ana Caliyuri – Del libro “Cuentos Dulces Para un Atajo” – Tahiel Ediciones – 2020