Hubiese jurado que era una contestación de una vieja loca, pero el rostro dulce y la seguridad en la respuesta me dejaron boquiabierta. No hay nada más lindo que viajar, en ese aspecto tenía razón. Y los días… qué son los días más que una medición.
La Mirada de la Mirada en el Andén
Hay pocas cosas reconocibles a simple vista porque la vista es engañosa, decía mi abuela. De lo que te dicen no creas nada y de lo que ves, la mitad. Así era el mandato familiar y aunque prestaba atención a otras perspectivas nunca fui muy precisa a la hora de reconocer sucesos conmovedores. Me gusta contemplar otras vidas, como si esa condición de observador aportase algo a mi propia existencia. ¿Quién soy yo más que una anónima en un andén? Una pasajera a la espera del vagón que trae y lleva historias. Cómo podría yo saber si ese beso de despedida o de llegada encierra una duda o una vela encendida. De todas maneras voy a tratar de ser lo más justa posible con lo que oí esa tarde. Ella, la mujer del andén, era de sonrisa amplia y andar extraviado.
Lo noté por la innumerable cantidad de veces que se dirigió a la ventanilla de la estación para preguntar quién sabe qué. Me acerqué para oír su voz.
—¿ A qué hora llega el tren?
El empleado la miró con cierto aire de tristeza.
—Señora ya le dije que llega con retraso pero no sabemos con cuánto retraso. Siéntese tranquila y espere. La mujer secó sus lágrimas con el pañuelo descartable que tenía apretujado en su mano derecha. Se me torna indefinible la expresión de su rostro. Le hubiese convidado un chocolate, pero en mi casa siempre dicen que no hay comedido que salga bien parado; así que seguí observándola con distancia. A medida de que caminaba por el andén parecía que sus fuerzas flaqueaban. Tal vez tendría cerca de setenta años o quizá menos. De tanto en vez alzaba la vista para consultar el reloj de la estación, que dicho sea de paso nunca funciona bien, y cotejaba el tiempo con su reloj pulsera. Hacía un gesto de disgusto con su boca y miraba hacia las vías como si por allí apareciese algún espectro que le explicase quién sabe qué cosa. Se me ocurre que esperaría a algún familiar querido porque cada tanto sacaba del bolsillo de su ajado sacón una foto que besaba una y otra vez. En una de las tantas veces, el viento le jugó una mala pasada y la fotografía comenzó a volar al son de las ráfagas. Tuve suerte, cayó a mis pies. Antes de que la levantase, la mujer lo hizo por mí. Me miró con extrañeza. Luego, la metió en su bolsillo, no sin antes darle un beso. Como esas cosas que son como un flash, vi que la fotografía era en blanco y negro. Blanco y negro, de antigua data. Ya no tiene sentido guardar esas fotos. Los espacios cada vez son más pequeños, y a quien se le ocurriría desperdiciar lugar con cosas viejas. Es mejor escanearlas y listo: todo está en algún archivo de la computadora. Pero ella seguramente era un ser detenido en algún tiempo pasado. Mi teoría dio por tierra cuando la misteriosa mujer sacó de su bolso una tablet. Si sabía manejar la tablet también tendría idea de cómo guardar fotos, entonces por qué llevaba esa foto en el bolsillo. Sin dudas responde a una generación donde todo se guarda en papel, todo se hace en papel. Tal vez, le habría enviado una carta al de la foto y ahora lo estaría esperando. Quizá era su hermano que llegaría de lejos. O un hijo perdido que retorna al pueblo. El ir y venir de la mujer me pone un poco nerviosa. Otra vez fue a la ventanilla de informes. Yo no tengo mucho para hacer más que esperar. Con aire indiferente me acerqué nuevamente para poder escuchar. —Quédese tranquila el tren arriba en cinco minutos. Usted vino ayer y antes de ayer, y la semana pasada…
—Sí, los días es lo de menos, lo importante es el viaje.
Hubiese jurado que era una contestación de una vieja loca, pero el rostro dulce y la seguridad en la respuesta me dejaron boquiabierta. No hay nada más lindo que viajar, en ese aspecto tenía razón. Y los días… qué son los días más que una medición. El tiempo que la Tierra tarda en dar vuelta sobre su eje. En verdad el único eje que es importante es el propio: el del corazón, el del alma, lo demás es harina de otro costal. Escuché el pitido de tren, ya se acercaba a la estación. La mujer se alzó del banco. Esperó que la formación se detuviese. Saludó con la mano a alguien supongo, me corroe la curiosidad por saber pero no alcanzo a ver bien desde aquí. ¿Quién bajará del tren para abrazarla? No debo perderme ni un detalle, ya llevo cuatro horas en esta mugrosa estación. Tampoco hoy llegó la encomienda que espero. Vendré mañana y pasado y la semana que viene si es necesario. Es parte de mi sueño. No lo perderé. El tren siguió su marcha y no pude ver quién bajó del vagón. Tampoco hallo a la misteriosa mujer. Seguramente se ha ido triste y sola como se supone que estaba los días anteriores. De repente percibo una mano que se agita tras la ventanilla del vagón. Es ella. ¡Es ella! La mujer sonriente me saluda. En definitiva todo se convierte en diferentes perspectivas, yo creí que esperaba a alguien y en realidad estaba madurando su propio viaje. ¿Y el de la foto? Mejor no me animo a teorizar, nada es exacto, menos que menos la vida…
Del libro «Cuentos de estación» – Ediciones – Tahiel – 2016