Al Pie de la Letra
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Anécdotas Inesperadas de Barrio
Relato de Pablo Diringuer sobre la buena leche de un vecino en apuros
Anécdotas Inesperadas de Barrio

¡Y respiraba nomás el guacho!, luego puse a entibiar la mamadera según indicaciones de la madre por las dudas que su despertar fuese traumático y yo no supiese qué hacer, la solución leche enfrascada con gomita de forma de teta en la punta.

Anécdotas Inesperadas de Barrio
Los vecinos, pero sobre todo los amigos, siempre que llegaban a mi casa me lo cuestionaban; era viejo, gastado, negro y encima… tenía ese disco que giraba casi locamente con sus números; locamente porque, a veces se trababa y había que empujarlo para que complete su recorrido.

Resultaba ser un verdadero embole marcar algún número telefónico para comunicarse con alguien, casi tanto como llegar al extremo de desistir e ir hasta un público o locutorio hasta para averiguar la hora. Pero claro, los tiempos cibernéticos que corrían hacían todo mucho más fácil y a nadie se le ocurriría saber la posición real de las agujas máxime teniendo en cuenta que, desde los celulares, pasando por la pantalla de TV o simplemente cualquier cuarzo numérico de algún adorno nos ahorraría el mínimo esfuerzo de averiguar en qué punto del meridiano nos encontrásemos. Pero yo lo quería -no sabía a ciencia cierta por qué- y bajo ningún punto de vista me desharía de él. En el fondo, alguna mezquina explicación sonreía sarcásticamente y se justificaba por la solapada intención de cuidar los pulsos telefónicos; a lo mejor, adolecía de un encubierto amarretismo de mi parte y, me negaba rotundamente a reconocer lo canuto de mi persona. Pero a mí mismo me justificaba y reafirmaba que jamás ese pijotero pensamiento gobernaba una pizca de algún rincón de mi cerebro. Finalmente y de manera consciente, sólo un simple adorno de antaño cobijaba mis mañas de no cederle terreno a los tiempos modernos de lo digital.

Y esa mañana, o mejor dicho, media mañana porque ya eran como las 10 am, recién levantado de mi trasnochada vida, me dispuse a calentar un agua mientras el placentero restregar de mis ojos despegaba esas minúsculas piedritas hechas lagañas que caían sin el menor descuido, hacia el vacío de un piso casi olvidado en su polvo; momentáneamente, todo se vio trastocado. Esa campanita oxidada, repiqueteadora casi sin eco del anticuado aparato, comenzó a llamar la atención. Mi voz gallosa y cavernaria apenas dijo un ¡Hola! cumplidor de vida, pero del otro lado la voz recibida sonó por demás preocupante: -Soy su vecina de al lado -dijo como angustiada- y quería pedirle un gran favor, si es que usted puede…

Yo no tenía mucho trato con los vecinos en toda esa cuadra; a lo sumo los saludaba y, con eso bastaba para un buena relación sin conflictos, pero no más que eso, sólo un protocolo acorde a las formas, sin embargo y visto las circunstancias, reparé en esa voz suplicante que, además provenía de una vecina lindante, y al mismo tiempo, imploradora de gestos necesitados de altruismo.

Ella era una linda mujer tal vez unos cuatro o cinco años menor que yo y, según tenía entendido, había sido abandonada junto a su hijo de dos hacía muy poco tiempo por el que había sido hasta entonces su esposo. Los pormenores no los conocía, ni tampoco me preocupé en saberlos, pero su pedido hizo mella en mi consideración y no tuve reparos en escucharla: -Mire quería pedirle un gran favor; resulta que tengo que ir a hacer unas compras por acá por el barrio y no tengo con quién dejar a mi hijo que está durmiendo; y no quiero despertarlo, anoche estuvo muy molesto con algo de fiebre y durmió mal, por eso es que prefiero dejarlo tranquilo, así cuando despierte probablemente se sienta mejor y había pensado que tal vez usted…

-No se haga problema, vaya tranquila… yo se lo miro -le contesté con mi voz ya algo más clara-
 -Sí, pero venga – dijo indicándome el camino-

Yo jamás había hablado con ella más que un «Buen día» o «Buenas tardes» y, menos que menos había caminado dos pasos dentro de los límites mismos de su casa; es más, al ex-marido casi no le conocía el rostro; pero la seguí y enfilé hacia los adentros mismos de su domicilio. El departamento se hallaba casi en el fondo de un extenso pasillo y, una de sus paredes laterales era contigua a la parte de atrás de mi casa. Había un poco de desorden y algunos pañales descartables usados, en lugares inapropiados a mi modo de ver. Luego me llevó adonde su hijo, que dormía en una pequeña habitación dentro una mezcla de cama-cuna. El pibe ni se había percatado de nada, ni menos que menos, el saber que durante un buen rato, un ignoto vecino que nunca le dio pelota, haría las veces de niñero debutante sin lagañas y -dicho sea de paso- sin desayuno previo.

Había también un gato gris que hinchaba las pelotas y se pasaba entre las piernas pidiendo vaya a saber qué cosa.

Luego ella con una bolsa en sus manos, desapareció rápidamente so pretexto de volver a una brevedad intangible de tiempos; yo me quedé entonces, como quien por primerizo experimenta el rigor de la persecuta; a cada rato me acercaba a su camita y lo observaba para saber si respiraba.

¡Y respiraba nomás el guacho!, luego puse a entibiar la mamadera según indicaciones de la madre por las dudas que su despertar fuese traumático y yo no supiese qué hacer, la solución leche enfrascada con gomita de forma de teta en la punta.

El gato seguía hinchando las pelotas y se metía y salía por entre mis piernas todo el tiempo, cada tanto le pegaba un grito no muy fuerte para ahuyentarlo y acusaba recibo y por unos instantes miraba para otro lado; pero en uno de esos sustos que le ocasionaba, el efecto fue a parar hacia otro lado; más precisamente a la cuna del pibe, lo cual trastocó la tranquilidad del ambiente. Los llantos comenzaron como si alguien lo hubiera sopapeado e inmediatamente ese vidrio con forma de teta gomosa en la punta tranquilizó su panza y pulmones. Había dejado de llorar y hasta se vislumbraba un gesto sonriente. Más rápido que tarde la mamadera hizo fondo y luego se paró dentro de su enrejado de madera y me hacía gestos con sus manos; le acerqué unos juguetes pero parecía que ya los conocía demasiado y los revoleaba bien lejos de su alcance. No había caso, se los llevaba nuevamente y, como respuesta un nuevo enojo lo exaltaba; pronto sus quejidos -supuse- se transformarían otra vez en llanto, lo cual me dio la perspicacia de que, si no interpretaba rápidamente sus intenciones, nuevamente estaría en problemas. Mientras tanto el gato seguía hinchando las bolas y hasta parecía que él también quería una mamadera, pero yo sólo lo espantaba y el bebé comenzó a reírse. Luego lo bajé de su prisión y, en el piso dio rienda suelta a su felicidad; de aquí para allá nada lo detenía y le gustaba tomar al gato por la cola.

En la cocina había una olla en el fuego con otra leche hirviéndose y, por suerte, antes de rebasar acusé recibo y la apagué. El nene me había seguido hasta allí arrastrando al animal y me lo ofrendaba como un títere a punto iniciar su primer acto. Pero yo lo volvía a echar con gestos enojosos y el gato rebotaba y el bebé reía; así decenas de veces el tiempo pasaba y la felicidad del pibe no decrecía hasta que en uno de esos sustos inventados hacia el animal, éste rebotó de tal manera que su salto llegó hasta la altura misma de la cocina, con tanta mala suerte que una de sus patas rozó el mango de la olla llena del hervor blanco y ésta voló por los aires y se dirigió allí mismo donde estaba el mismo bebé, pero también en esa ruta imprevista y desgraciada, una de mis piernas alcanzó a amortiguar el impacto, pero el que más frenó lo peor fue el mismo gato que con su lomo peludo atajó casi todo el espumoso contenido.

El bebé reía a carcajadas y yo me quería cortar las bolas, el gato rajó hacia la habitación y se escondió bajo la cama. La cocina era un bardo total y yo no sabía por dónde empezar a dejar más o menos como antes del desastre. Por lo pronto recordé que en mi casa tenía un litro lácteo en la heladera; sólo era cuestión de irlo a buscar y… aquí no ha pasado nada. Puse al chico nuevamente entre las rejas y me fui corriendo hasta al lado; no debí haber tardado ni un minuto y, cuando regresé todo estaba sin novedad; el nene con algunos chiches ya no pedía bajar; el gato con su pelaje mojado de leche se relamía más contento y saludable que antes. A mí me ardía un poco la pierna, pero el susto de lo sucedido era un bálsamo a mis sentidos, con lo cual, en menos de cinco minutos y todo limpio y en su lugar, la leche seguía hirviendo en su olla.

Ella hizo ruido con sus llaves y la puerta se abrió dando lugar a su bienvenida imagen de mamá; un fugaz pantallazo visual la hizo percatarse que todo estaba en su lugar; inclusive su hijo se había vuelto a dormir y el gato otra vez se paseaba por entre las piernas. Luego me miró y preguntó:  

¿Todo bien?…
-Síííí -respondí sonriente- lo único que la leche todavía no hirvió…

Por Pablo Diringuer

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