Llevo conmigo todas mis cosas” (Omnia mea mecum porto). Sin duda, los bienes más preciados están en la mente y el corazón, y es cierto lo que decía mi abuela, alcanza con tres o cuatro recuerdos intensos para no ser olvidado.
Pablo Picasso – “La Mujer que Llora” – (1937) | Your Audio Tour
Hacia la Metamorfosis del Alma
No se puede andar por el mundo con unas pocas hilachas memorables haciéndole pecho a la vida, como si con eso bastara para ser feliz. Pero como decía mi nonna: la vida se resume a tres o cuatro recuerdos intensos y no más. Entonces, la desmemoria de algunos hechos, deja de ser un problema.
Mi niñez fue de pobreza, apenas para comer. La escasez económica e incluso de oportunidades, me acompañaron bastante. El trabajo que supe hacer, desgastó mi físico: cuidar enfermos, limpiar casas, atender niños y por supuesto sin mucho lugar para el descanso. Un crédito hipotecario se llevó treinta años de mi vida laboral, pero fue el único modo de tener casa propia. Cuando quedé viuda, tuve la fortuna de contar con la amistad de mi vecina, Haydé, que es quien me auxilia cuando la jubilación no me alcanza.
Cualquiera podría perderse en la mirada triste de Haydé o en el único cuadro colgado en la cocina que, irónicamente, combina con ella. Es una réplica de la “Mujer que llora” de Picasso. Haydee nunca habla demasiado de sus penas, pero sé que perdió gran parte de su familia durante la Guerra Civil Española y que llegó a la Argentina siendo muy niña, acompañada por una tía.
Aquella tarde de invierno que recuerdo con detalle, fría como la desesperanza, recordé que me faltaba azúcar. Ya era el último día del mes, era poco lo que quedaba en mi alacena hasta que llegase mi día de cobro. Eché un saco sobre mis hombros y salí para la casa de mi vecina, de paso charlaríamos un rato.
Toqué timbre y esperé paciente. Haydé tiene un espíritu atento, pero con muchos años en su cuerpo. Tardó en atender. Finalmente, abrió la puerta de su casa. Cuando me vio con una taza en la mano, sonrió. Decenas de pliegues aparecieron en su rostro como un mapa indescifrable.
—Pasá, Corina, pasá. Por el color de la taza te quedaste sin azúcar, taza verde va lo dulce, taza amarilla lo salado —me dijo con voz alegre.
Yo estuve a punto de decirle que me tienen prohibido la sal por la presión arterial elevada, la taza amarilla para la sal la jubilé, aunque en el cajón del ropero tengo guardados un pedazo de queso y un chorizo seco que son una maravilla para cuando tengo ganas de algo saladito, pero preferí callarme. Hay secretos íntimos que es mejor no revelar.
Me senté en la silla de paja de su juego de comedor estilo provenzal, era muy cómoda. Cuando fue en busca del azúcar me puse a pensar que Haydé es una mujer rara, tanto o más que yo. No solo da vuelta los ojos hasta dejarlos en blanco, sino que además guarda una caja de grandes proporciones en un rincón de la cocina, como si fuese un tesoro. Nadie, ni siquiera su familia, tiene autorización para abrirla.
En distintas ocasiones, a lo largo de los treinta años de fraterna amistad, le he pedido que diese vuelta sus parpados. Un poco para comprobar que lo hace de manera voluntaria y no por una enfermedad, y otro poco porque me siento atraída por esas lagunas desagradables que empapan, de extrañeza blanca, sus ojos celestes. Me impresiona y, de algún modo, siento admiración por su coraje. Voltear los párpados de adentro hacia afuera requiere práctica. Parece un simple juego, pero no lo es. Por momentos he sentido miedo. ¿Y si quedara ciega? En varias oportunidades se lo dije, pero ella responde que más vale le tema a la ceguera de los corazones. Debo admitir que tiene razón.
Haydee depositó en mis manos la taza verde, hasta el ras de azúcar, y me propuso tomar un té juntas. Acepté gustosa. En su mirada se notaba una especie de melancolía no resuelta, o tal vez estaba cansada de la suma de amaneceres o de las noches tempranas que se alargan, inconmensurables.
Estábamos conversando de hijos y nietos, cuando de repente me miró fijo para decirme:
—Corina, quiero hablarte de esa caja. —me dijo con seguridad, señalando hacia el rincón de la cocina.
Una mezcla de curiosidad y respeto, se apoderó de mí. Crucé mis manos y las apoyé en mi regazo.
—La escucho Haydé, soy toda oídos —le dije con cariño.
—Corina, esa caja tiene más de sesenta años. Deseo que, a mi muerte, usted la herede, y así se lo hice saber a mis hijos. Lo que hay allí dentro tiene un valor que usted comprenderá, y no solo eso, sé que sabrá qué hacer con ello.
Me quedé sin palabras. Nadie en sus cabales rechazaría una herencia tan misteriosa, no solo por el enigma que encerraba la caja, sino por el valor que le estaba dando a mi corazón y capacidad de comprensión. A duras penas, alcancé a agradecer, y no quise preguntar demasiado. No me gusta hablar de la muerte. Le agradecí y le dije que faltaba mucho para pensar en herencias, que se la veía muy saludable y que yo tenía más deteriorada la salud que ella. No me animé a preguntarle qué había adentro de la caja, supuse que serían recuerdos de su juventud.
A la mañana siguiente, un revuelo en la vereda me despertó. Cuando oí el timbre, tuve un mal presentimiento. Era Ligia, la hija de Haydé. Mi vecina había muerto en la madrugada. Sentí un fuerte dolor en la garganta que se extendía, inexorable. Una punzada que me recorrió de punta a punta, atravesando mi cuerpo.
Ligia me abrazó, y en ese momento reparé que, sobre el piso, brillaba la inmensa caja que había heredado. Cuando nos separamos, noté en los ojos de Ligia, una chispa de curiosidad. Marco, el esposo de la mujer, cargó con la pesada caja que colocó sobre la mesa de la cocina de mi casa. Les dije que no se fueran, deseaba que ellos supiesen lo que había dentro.
Marco fue el encargado de sacar la tapa que estaba sellada por el tiempo, lo hizo con un destornillador. Lo primero que apareció fue un papel que decía: “Cada uno guarda con amor y en cantidad, aquello que alguna vez le faltó. Sé muy bien que Corina sabrá qué hacer con esto. Con dulzura, Haydé”.
Bajo el papel, una meseta blanca apareció ante nosotros. Nos miramos sorprendidos. ¡Haydé había guardado por décadas esa caja repleta de azúcar! Calculé que serían cerca de 100 kilos o más. Me vino a la mente una anécdota que me había contado hacía ya mucho tiempo. La primera vez que había probado el azúcar fue cuando tuvo siete años, en ocasión de estar enferma de paperas, su tía le había hecho un té muy dulce y después, solo en ocasiones muy especiales.
Comprendí que había guardado ese tesoro para que nunca más le faltase. Me conmoví. Una densa lágrima fue a parar a la cima de azúcar. En el mismo instante que la vi caer, supe lo que debía hacer.
Cuando Ligia y Marco se fueron, me puse mi mejor vestido para despedir a mi amiga. En pocos minutos salí a la calle. Camino a la funeraria, me detuve en un comedor barrial para avisarles que tenía mucha azúcar para donar; eso sí, la caja quedaría conmigo. Tengo cosas sin precio para guardar allí, pero de gran valor. Pondré lanas, y de a poco, haré guantes de lana y escarpines. De niña tuve molestos sabañones ocasionados por el frío, y grandes vacíos que solo se colman con amor.
Definitivamente, empezaré a tejer para la metamorfosis que está en marcha. Además, aprenderé, como se debe, a dar vuelta los párpados. Unos días antes de su muerte, Haydee me dijo que esa práctica la llevaba a cabo para verse, cara a cara, con su alma. Sin dudas, la de ella era dulce.
Espero que la mía crezca en su mejor versión humana para poder decir como alguna vez dijo el séptimo sabio griego, Bías: “Llevo conmigo todas mis cosas” (Omnia mea mecum porto). Sin duda, los bienes más preciados están en la mente y el corazón, y es cierto lo que decía mi abuela, alcanza con tres o cuatro recuerdos intensos para no ser olvidado.
Del libro «Historias con Hilvàn» – 2013