Guillermo Ockham era un franciscano que vivía al borde de la herejía porque pregonaba que una cosa era la ciencia y otra la fe. Quería separar el Estado de la Iglesia y les abrió las puertas a las ideas que separaban el Cielo de la Tierra.
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La Navaja de Ockham
Guillermo Ockham Fue el pensador más importante del siglo XIV europeo, el que de alguna manera anuncia el final de la escolástica medieval y establece un nexo (temprano, por cierto) con lo que será la nueva ciencia que representará Galileo doscientos cincuenta años más tarde. Había nacido en la aldea de Ockham, a unos treinta kilómetros de Londres, alrededor de 1280, e ingresado en la orden franciscana. Estudió en Oxford, donde se vio influido por Roger Bacon y donde funcionaba, dicho sea de paso, una escuela que investigó y encontró grandes novedades en física y en la teoría del movimiento. Luego de escribir algunas de sus obras, en 1324 fue llamado a Aviñón (entonces residencia de la corte pontificia) por el Papa Juan XXII (1244-1334), para que respondiera a una acusación de herejía; en 1328, cuando la cosa se puso espesa y los problemas teológicos se complicaron con los políticos (puesto que toma “la opción de los pobres” de los orígenes del franciscanismo en contra del despilfarro y la riqueza de la corte papal), se escapó y se refugió en Pisa bajo la protección de Luis VI de Baviera, a quien siguió después a Munich, donde murió en 1349 durante una epidemia de cólera.
El pensamiento medieval se arrastró en medio del difícil problema de conciliar la razón y la fé.
Fue Tomas de Aquino (1225-1274) quien en principio encontró un razonable ensamble entre ambas y fundó la “teología racional”. Pero Guillermo fue mucho más allá: si Tomas de Aquino trabajosamente había ordenado y jerarquizado las “verdades de fe” y las “verdades de razón”, para nuestro buen Guillermo no existía ni podía haber ninguna articulación entre ellas: la razón y la fe no tienen nada que ver, la teología y la filosofía (o la ciencia) se ocupan de cosas distintas, por caminos distintos y no pueden prestarse ningún apoyo mutuo (una separación que en un momento marcará claramente Galileo).
Esto fue en relación con las disciplinas científicas, pero no fue todo: en teoría política proclamó un dualismo parecido entre poder temporal (el emperador) y espiritual (el papa); ambos no tienen nada que ver, y ninguno de los dos está sometido al otro; el papa, por su parte, no es sino un príncipe de la Iglesia, es falible como cualquiera, y no es el árbitro de la verdad (que reside, para Ockham, en la Iglesia, en todo caso); los príncipes temporales, por su parte se ocupan de las cuestiones civiles sin tener que rendir ningún tipo de pleitesía al papa. No es extraño que tuviera que escaparse de Aviñón: en sus últimos escritos, reclamo la separación de la Iglesia y el Estado, avanzó singularmente hacia la tolerancia y la libertad de pensamiento (“fuera de la teología, cada uno debería ser libre de decir lo que le parezca y le plazca”), valores que ya prenunciaban el Renacimiento, para el cual todavía faltaba un siglo. Y mucho más, que, como suele decirse, excede lo que se puede decir aquí.
Caras y Caretas – Julio 2012
En fin: fue un pensador múltiple y feraz, que enfocó los principales problemas de su época y los resolvió en el sentido en que marcaba la historia (y rompiendo cierto inmovilismo medieval), que se desembarazó (y desembarazó al pensamiento) de la pesada carga del dilema razón-fe, que adivinó la tolerancia y el pensamiento libre.
¿Y la navaja de Ockham? Es una concepción que tiende a excluir del mundo y de la ciencia, en nombre de la economía de pensamiento, a todos los entes y conceptos superfluos, y antes que nada a los conceptos y los entes puramente metafísicos. En rigor, lo que él anunció fue que “no se debe multiplicar de manera innecesaria el número de los entes”, y que cuando estamos ante dos teorías igualmente explicativas, se debe elegir la más simple.
Tras pasar por su navaja, la idea de Dios es totalmente distinta: en tanto no podemos tener experiencia directa de su existencia solo puede tenerse fe, y esta no tiene nada que ver con la ciencia; de esa manera parece salvar finalmente la necesidad de congeniar constantemente la palabra de Dios con la naturaleza que se percibe. Las complejas disquisiciones teológicas empiezan a perder atractivo y el mundo comienza a ser el lugar en donde deben buscarse las respuestas.
La navaja de Ockham cortó, de una vez por todas, la ligazón entre razón y fe y despejó el camino para la ciencia moderna.
Caras y Caretas – Julio 2012 – Por Leonardo Moledo