Al Pie de la Letra
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Rutabar
Relato de Pablo Diringuer desde la barra de un boliche canyengue de vaya uno a saber que ruta
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Bajaron re contentas y cantando algún tango que desconocía por completo pues, yo acostumbraba desde chico a mis oídos a la electricidad de guitarras rocanrroleras y no tenía idea del detalle de bandoneones acordonados a ese sonido tan particular.

Rutabar
Hora 3 de este día domingo. Los guachos frecuentes de este bar no me conocen; no es que sea famoso, ni mucho menos, lo que quiero decir es que, me bajé de la moto después de… una hora y media de mi culo achatado y paré a descargar el contenido de mi tanque amarillo transparente y, al mismo tiempo, llenar el naftero cercano a 20 mangos el litro. Los precios cuidados de unos y otros simplemente no existen y el meo de mi pertenencia se derrocha por entre los 18 agujeritos del fondo del mingitorio en el que flota un pucho abandonado y un chicle con marcas de muelas cariadas.

La nafta también se escurre por la manguera de pico metálico y los números de pantalla me enrostran el adelgazamiento inmediato de mi bolsillo: tanque lleno y el escabio incesante del motor que me insulta jocoso «yo sí, y vos cuidate que me tenés que manejar».

Pero yo no respeté su run run silencioso de máximas insolentes y ninguneé su persecuta mientras estacionaba la moto en ese bar de muerte anunciada –a unos trescientos metros de la estación de servicio, porque ésta no lo tenía- a esa hora llena de frío, mientras la puerta oxidada, perturbaba con mi presencia.

-Dame una botella chica de vino tinto -le dije al pelado bigotón de la barra-

El discípulo del capitán Garfio –pero con ambas manos- y delantal blanco manchado, me trajo el envase y descorchó frente a mi nariz un vino de esos que no se sabe si son de pertenencia añeja de una bodega que quizá, ya no existe, o de queruza, en ese fondo impredecible de cocinas le cortó la cabeza a una rancia damajuana y dejó sangrar sus venas por entre un embudo resignado hacia ese envase reciclado de olvido.

A pesar del refunfuño bigotón, su brazo amable volcó un considerable chorro de tinto en el interior del vaso; aproveché su caballerosidad madrugadora o trasnochadora –porque no tenía idea de sus tiempos- y le pedí una picada de salamines, quesos y papas que, aunque ignotos de kilómetros, me importaba una mierda si resultaban ser húmedos de tiempo o escandalizados de mugrosas cucarachas divertidas en esa madrugada de fin de semana.

-Mire que ya estamos por cerrar –me esputó el bigotudo con estiradas palabras mientras al

costado de sus labios un escarbadientes se pudría de saliva reciclada-

Yo no le dije nada, solamente sonreí, quizás, más contento luego de mi duradero chorro en el mingitorio, acepté las reglas del juego y apoyé el casco sobre la fórmica opaca del mostrador.

En ese abandonado sucucho de ruta, aparcaban además de mi persona, dos viejos bastante decrépitos, cada uno en mesas diferentes y fumadores empedernidos de tabacos rejuntados de empresas humeantes que quién sabe si en la actualidad recordarían semejantes marcas. Es que… en ese sitio en donde no había nada para observar, lo resaltado a primera vista eran los individuos en cuestión; y luego, lo sobresaltado e inmediato de las mesas. Un paquete de color turquesa con verde y su contenido con filtros azules; en la otra punta, otro jovato de bigotes canos, con un paquete de color blanco con un arcoíris en el medio como presagiando un abanico de percepciones y sin filtro.

Las sensaciones resultaban ser relativamente ambiguas; ese lugar parecía haberse detenido en el tiempo pero, contrariamente, el barman con el delantal manchado de grises islas diminutas, hablaba de manera seguida por un celular muy moderno y hasta se jactaba que gracias a su wattsapp podía comunicarse sin ningún tipo de problemas con “Milena y las demás”. Esas conversaciones en volumen alto, ambientaban más calurosamente el lugar y los otros dos sentados en mesas lejanas y distantes, escuchaban sin ningún tipo de problemas las conversaciones casi seguidas del calvo barman. Dicho sea de paso, los otros dos individuos en cuestión también eran bastante veteranos, acusaban algo así como de 60  largos años y, cada conversación por ese moderno aparato, giraban sus cabezas hacia el mostrador y reían con una demarcada ansiedad de querer saber al detalle y al unísono, las novedades más próximas de los acontecimientos a suceder.

Yo me tomaba el vino tranquilo sobre la barra, todavía me quedaba un trecho por recorrer y el clima nocturno había bajado varios grados según mi parecer y mi carne algo más tiesa deambulaba en la necesidad de cobijarme al calor de un paréntesis y algún alcohol.

Por segunda vez, el pelado de la barra se acercó a mis ojos y me repitió su recatado pero seguro discurso, que “ya estaban por cerrar”. Le puse cara de nada, o de todo, y mi displicencia emanó un discurso sordo de escasas pulgas sobre mi piel enfrizzada sobre el apoya culos de la moto.

La historia dentro de ese bar de pésima muerte no hubo de detenerse y los otro dos parroquianos parecían estar cada minuto que pasaba entre ansiosos y por demás contentos; al mismo tiempo, se cruzaban entre ellos y el del mostrador, mayor cantidad de palabras cada vez más comprometidas y afines al objetivo que, obviamente se habían fijado. Parecían ser amigos entre ellos, aunque también, aparentaban viajar cada uno por su cuenta.

Mientras observaba la escena saboreando ese tinto indescifrable de marca y sabor, un viejo Chevrolet 400 de pinturas descascaradas y luces bien amarillentas, enfocó sus faroles hacia el gran vidrio que dejaba traslucir mi imagen. Del mismo vehículo descendieron tres jovatas bien pintarrajeadas cercanas a las siete décadas de edad; bué, a lo mejor la más pendeja disponía de poco más de sesenta y era la que aparentemente llevaba la voz cantante en el grupo. Bajaron re contentas y cantando algún tango que desconocía por completo pues, yo acostumbraba desde chico a mis oídos a la electricidad de guitarras rocanrroleras, motivo por el cual, no tenía idea del detalle de bandoneones acordonados a ese sonido tan particular.

El aparente dueño del lugar salió a recibirlas y las tres bien jocosas, ingresaron al salón como grandes estrellas del espectáculo a punto de subir a un inexistente escenario. La más “pendeja” notó de manera inmediata mi presencia, pero como resultaba ser la compañera del barman, desvió rápidamente su mirada hacia el hombre que había ido a recibirla en la misma entrada del lugar.

Los otros dos no ocultaban su algarabía y ya, se hallaban abrazados a ellas, cada uno con la suya y hablaban en contados minutos de manera más íntima mientras observaban las túnicas floridas de sus mujeres y alababan sobre lo bien que les quedaban las mismas.

Yo seguía con mi tinto a cuestas, y los miraba como si estuviese observando y disfrutando una rara película ambientada en un mundo muy lejano e irreal a mi tiempo, me llegaba a asombrar que, después de haber visto todo el tiempo imágenes por demás vertiginosas en mi cotidianeidad, jamás se me hubiesen ocurrido semejantes pinturas ambientadas quizá, a destiempo de mis rutinarias costumbres diarias.

El calvo barman abrazado a su mujer completaba la escena para decirle casi en voz alta: -¡Pará que me voy a sacar el delantal y me peino un poco!

La mujer aprovechó el momento para acercarse a mi persona y susurrarme al oído con un volumen no tan bajo: -¡Qué lástima no haber sabido que también estarías vos!… ¿Cómo te llamás?

Le contesté que de chico me decían Kent porque usaba anteojitos y me parecía a Superman y se rió; luego reincidió en su apreciación al respecto de mi presencia en el lugar y se lamentó el hecho de no haberse enterado previamente para tomar cartas en el asunto y arribar con otra amiga más.

Le dije que no importaba, que estaba de paso y en unos pocos minutos me iría hacia mi destino, pero ella no escuchó demasiado mi relato y se quedó colgada de su viaje mientras se arreglaba el pelo y una especie de vincha que hasta poseía en uno de sus costados… ¡una pluma!

Imprevistamente comenzó a sonar una música de fondo emitida por unos grandes bafles ubicados estratégicamente sobre los esquineros del amplio lugar, era música tanguera y al instante el barman apareció trajeado y peinados sus pocos carpinchos y mientras el ruido frito de los vinilos acompañaba la melodía, las tres parejas comenzaron a danzar al ritmo del dos por cuatro; bailaban aceptablemente bien –a juzgar por el entendimiento que mostraban entre ellos- y hasta podría decir que de algún modo contagiaban al espectador que observase la escena; o sea, yo.

El barman fue el último en acoplarse al baile junto a la mujer de vincha y pluma, no sin antes escuchar las palabras no del todo amables de su “pareja” de danza; ella le recriminaba en el medio de la música, por algo que él de antemano debería darle según conversaciones previas que yo desconocía. El dueño de la barra sirvió unas copas sobre el mostrador y con su mejor cara puso entre las tetas de la mujer unos cuántos billetes de color violeta, luego sí, se acoplaron al son de la música que no paraba entre bandoneones, violines y guitarras.

Mientras eso sucedía, el otro pelado, casi en la otra punta del salón de raleadas mesas, sucumbió ante la risa de su veterana acompañante y por unos instantes detuvieron sus pasos rítmicos y se besaron junto a una de las mesas; ella sacó del interior de su diminuto bolso un pequeño envoltorio y lo arrojó amablemente sobra la superficie fórmica de la mesa. Él lo abrió de manera lenta y segura, luego ubicó dos pequeñas hileras de ese polvo blanco e invitó a ella a disfrutar del inicio del periplo; en pocos segundos, lo aspirado por ambos, exaltó sus ganas irrefrenables de ellos y los pasos a cada instante, eran por demás perfectos de coordinación; parecían ser tal para cual y las otras dos parejas hasta daban la apariencia de  competir entre ellas para ver a quién le salía mejor el firulete acompañante musical tanguero.

Cada tanto la de la vincha observaba mi presencia y sus labios pintarrajeados simulaban trompas solapadas de besos en medio de su abrazo bailantero con el pelado.

Finalmente mi botella de tinto feneció y los salamines mezclados de papas y quesos se derretían en medio de mi músculo estomacal; pagué mi cuenta escrita en una servilleta grisácea bien de bar, y mientras cerraba mi campera de cuero, un último beso volátil lleno de rouge y a prudente distancia, sentí el click de la cerradura del local que el barman se encargó doblar en vueltas la llave de la intimidad.

El casco puesto y el ruido del motor, se encargaron de silenciar la fritura de los discos y los tangos llenos de karaokes de gentes felices. Son casi las cinco de la mañana y en esa ruta ni autos ni gallos, sólo las luces de mi moto me indican que alrededor de 80 son los kilómetros que emborrachan mis pensamientos frente a la muerte de esa luna, que envilece frente al sol en abrir y cerrar de ojos.

Por Pablo Diringuer

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