Cada tanto me deslumbro y espabilo, vuelvo en mí y nuevamente las miro. Como dice Moris “Nadie me mira, y si me miran es para… para encerrarme”. Y otra vez en la prisión de carne y huesos cuyo carcelero, también es uno mismo con algún atisbo social.
Patinaje en el Once
Las miro a todas: rubias, coloradas o morochas; flacas o gordas; altas, medianas o bajas; lindas, más o menos, o feas. La calle es un gran campo sembrado de hortalizas femeninas cuyos capullos emanan olores abrazadores de incontinencia desesperada en mi masculinidad cromosómica y congénita. Soy un tipo, representante único del ente autárquico que me domina y transita en la nebulosa del cemento urbano, así, como un invisible inmerso en lo borroso del paisaje, como si mi intimidad imposibilitara el incluirme e integrarme en el eslabón de la muchedumbre.
Cada tanto me deslumbro y espabilo, vuelvo en mí y nuevamente las miro. Como dice Moris “Nadie me mira, y si me miran es para… para encerrarme”. Y otra vez en la prisión de carne y huesos cuyo carcelero, también es uno mismo con algún atisbo social.
En la avenida Rivadavia, casi llegando a la intersección con la avenida Pueyrredón, la famosa recova inundada de vendedores y compradores, casi no se puede caminar por sus veredas y los negocios ofrecen ropas y chucherías de lo más variado, generalmente de medio pelo aunque, algunas excepciones, marcan la diferencia y sobresalen del hormiguero chabacano de calidad. Yo sigo surfeando con la vista lejana y borrosa, pero de a ratos alguien me tropieza y la nitidez me rocía la imagen: ella es una morocha de pelo largo y lacio, quizá un poco desprolijo y hasta un poco sucio de aspecto, tiene un faltante de diente en su costado izquierdo y cuando sonríe, se le nota, justo en este instante de contactarnos en el medio de la marea, ella muestra su sonrisa y me percato de esa ventanita sin persiana; ella sigue hablando con otra que la acompaña y otra vez contrae sus labios que dejan ver sus dientes. Tiene rímel bordeando sus ojos como un notorio techo de lona sobre sus cristales de vidriera; me gusta, pero su voz no me alcanza en la coincidencia, me suena como en el seno de una gran tribuna futbolera comentando una frustrante jugada de algún jugador cuestionado. Su tez y ojos oscuros me gustan y mi vista es una mirada telescópica con la cruz en el medio a punto de disparar y dar en el blanco, sólo es cuestión de jalar el gatillo y… atenerme a las consecuencias.
Ellas dos –pero fundamentalmente “ella”- se detienen frente a un negocio y hablan sobre algo que están buscando, sus pareceres distinguen desigualdades y los dichos por sobre el murmullo popular, aumentan de volumen. Yo me detengo frente al mismo negocio y mi oreja de chicle aspira los sonidos de ambas: -¡Te dije que no! –le dice “ella” a la “otra”- ¡no ves que no se ajusta bien al cuerpo!
El negocio en cuestión es uno exclusivo de pantalones –jeans en su mayoría- directo de fábrica al público y, los maniquíes muestran flores de culos cuales protuberancias a punto de reventar. Las primeras siluetas son íntegras de imagen corporal; las restantes sólo muestran la parte de abajo en donde los cantos parecieran relucir con lentes de aumento en relación a los anteriores. Ella sigue hablándole cerca del oído a la “otra” pues el bullicio callejero casi que no deja entender las palabras; de mi parte, y al margen de mi interés o no sobre sus dichos, basta atraerme mínimamente en mi escucha para saber qué se dicen o pretenden hacer; la otra hace coincidir sus puntos de vista con gestos de rostro no muy conformes con la situación, y sus palabras prontamente me llegan sin proponérmelo: -¡Vos me querés convencer del otro color y modelo, pero a mí no me gusta, es más, yo tengo menos culo que vos y ese que me decís me lo deja todavía más como un banco de madera!
Cada vez que hablan entre ellas, más discrepancias demuestran; yo me hago el distraído y, entre palabra y palabra, “ella” me observa en esa corta lejanía como suelen hacerlo las mujeres, un insignificante pantallazo de milésimas de segundo, pero suficiente para percatarse que mi aparente distracción no lo es tanto, es entonces que, como “intuyendo de su intuición”, desvío mi vista para la otra vidriera del mismo negocio, enfrente de la misma pero del lado derecho en que la parte masculina muestra traseros y braguetas al por mayor, aunque el negocio es de venta minorista. En ese corto pasillo antes de entrar al negocio propiamente dicho, el piso de goma amortigua las pisadas y recapacita antes de dar el último paso previo al interior del local, yo prosigo mi indolente mirada hacia mi vidriera y viajo en mi pegajosa neblina, pero me interrumpo en un fortuito espejo acompañante de traseros masculinos sitos en mitad de maniquíes inertes; en ese reflejo, aparece nuevamente ella y la otra; ella se toma unos segundos o fracciones de éste más, y de disimulo mira a mis espaldas, quizás mi culo –pienso- y en ese pantallazo las vistas nuestras se cruzan… ella parece percatarse de esa exacta visión al unísono y casi automáticamente hace un gesto con su cabeza, incumbiendo su mentón hacia arriba, cómo imperar a su modo la altiva actitud de increpar un probable dicho agresivo de su parte. Luego emite sus obvias y casi amenazantes palabras, acompañantes latentes de explotar en cualquier momento; y el momento fue ése: -¡Qué mirás! –me esputó a través del espejo-
Yo no le dije nada, sólo corrí la vista y me hice el distraído mientras miraba el bulto de un varonil maniquí, luego el espejo me ayudó nuevamente y ella, siguió con su verdugueo sin cortar el diálogo con su allegada: -Seguro que es puto –dijo sobre el eco del pasillo-
Después rieron juntas y ella dejó traslucir una vez más la ventanita sobre su costado dental izquierdo mientras un chicle, de a ratos ocupaba ese lugar vacío y acompañaba un salivoso sonido de sus palabras para, finalmente, ingresar al negocio. Instantes después y otra vez casi inmerso en la lejanía pensativa, una vendedora se interpuso con sus editadas palabras del común del Once:
-¿Querés ver algo sin compromiso? –dijo-
Le contesté que no, que solamente estaba haciendo tiempo para otra cosa y que le agradecía su atención, luego insistió y me invitó a ingresar a pesar de mis dichos, acto seguido, mis gestos de negación la hicieron desistir. En el interior la “ella” y la “otra” se probaban pantalones elastizados y se miraban y acomodaban frente a los espejos; los elásticos las marcaban todavía más en sus curvas, una más que otra; la “ella” más que la “otra”; la de la ventanita que mascaba chicle con la boca abierta, más que la que se quejaba de sus cantos aplanados; la que me había despejado de mi vista nubosa y su acompañante en su intrascendente planicie risueña. Cepas del sembrado cuyo tronco había denotado su diagnóstico equivocado de hortalizas perfumadas y dirigidas hacia mi gusto, frutas que no hube de probar coincidente con la famosa frase que rezaba “agua que nunca has de beber…”
Voces de a miles en esa plaza Miserere mientras el silencioso andar cansino de mi parte, reparte flores mudas en la búsqueda de coincidencias compartidas.
Por Pablo Diringuer