La cuestión se planteó con la madre. La «Madre Patria» que nos dio la lengua -como si antes de eso el continente hubiera estado mudo-, que nos dio la religión como si eso abarcara el territorio que fuimos y la Nación que somos.
Madres y Padres de la Patria
La independencia y el colonialismo, como vínculos de construcción de la identidad colectiva, hicieron que la Argentina eligiera padres simbólicos.
Es posible que la mayoría de los argentinos nunca nos detengamos a pensar las frases que marcan nuestra historia, las que olmos una y otra vez en los discursos escolares, deletreamos en libros de lectura que si no formaron nuestro espíritu al menos fueron inocuas para deformarlo, escribimos en redacciones por encargo y recitamos en poemas que nos obligaban a un esfuerzo exagerado en los «ademanes» para dar sentido a algo que nunca entendimos.
Tal vez las repetimos sin preguntarnos su sentido por el acartonamiento de la declaración amorosa con la cual nos vimos en los años de infancia forzados a demostrar nuestro amor territorial, o porque la disociación entre las palabras y los hechos que habitó desde siempre el discurso del poder nos acostumbró precozmente a darles a las palabras cierto valor de cambio y poco valor de uso. Quizá porque no fue fácil apropiarnos de «este país» para que fuera «nuestro país» ya que los dueños de la tierra se presentaron siempre como los amos de la historia… O, porque el único «crisol de razas» se produjo en las camas de los inmigrantes pero no terminó durante muchos años en verdadero reconocimiento de proveniencias y aportes, o porque esta historia no llegó a ser nuestra hasta que nos dimos cuenta de que la producíamos diariamente, y que la gesta de la Semana Trágica no era menos heroica que las batallas de Vilcapugio y Ayohuma, y que no todos los próceres de la independencia eran tan éticos como creíamos, y que podíamos elegir en medio de tanto yeso ilustre y pintura enhiesta a quienes nos representaban, formando por primera vez hinchadas de Moreno, San Martín o Belgrano y rehusándonos a que Don Cornelio fuera un verdadero Padre de la Patria.
La cuestión se planteó con la madre. La «Madre Patria» que nos dio la lengua -como si antes de eso el continente hubiera estado mudo-, que nos dio la religión como si eso abarcara el territorio que fuimos y la Nación que somos-, la que nos dio la idiosincrasia-más heredera hoy de la extraña combinación entre el país mestizo y desarrapado que dejó la conquista y su encuentro con la inmigración trabajadora del siglo XX con sus ideales anarquistas y socialistas que generó un hambre de justicia irrenunciable- que de los usos y costumbres de los conquistadores en su mayoría vagos y aventureros, delincuentes absueltos o fugados, verdadera escoria del Imperio- que nos legaron una de las oligarquías más crueles y pragmáticas del continente. ¿Qué significa tener una «Madre Patria»?
Los pueblos carecen de madre se fundan a sí mismos. Eligen a sus padres simbólicos no por derecho de pernada sino por reconocimiento identificatorio. A los seres humanos escogidos por amor para ser hijos-biológicos o adoptivos- el cuidado que reciben les da la fuerza para poder amar, luego, a los padres simbólicos. Como en la política y en la vida intelectual, elegir nuestras figuras de identificación es el único derecho que nos lleva más allá de nuestras propias limitaciones de origen.
Las conquistas no son actos de amor engendrador sino violaciones obscenas. Que de allí surjan nuevos seres históricos no quiere decir que haya habido una propuesta inicial de producirlos. A diferencia de un hijo al cual se le da la lengua, las representaciones de sí mismo, los modos de sentir, los países coloniales son engendrados como clones de los cuales se toman los órganos vita- les para conservar con vida a los imperios que se extinguen si no reciben la carne y sangre que los sostiene.
Por eso nos suena raro lo de tener la Madre Patria en nuestros orígenes coloniales, porque las madres que nos dieron lo mejor de sí mismas son múltiples y no sólo no se limitan a un engendramiento espurio sino que han intentado, desde siempre, ofrecernos la materialidad para que construyamos una identidad que nos permita salvarnos. Todos las reconocemos, todos nos vemos reflejados en ellas, en su heroísmo y en su valor, desde las heroínas de la Independencia hasta las sindicalistas de principios de siglo XX, desde las inmigrantes que marcharon junto a sus hombres por las calles de una ciudad cuyos nombres no podían pronunciar hasta las que cruzaron el Riachuelo para participar de jornadas heroicas, desde las que dieron los mártires de la patria a las que aún salen a la calle para que ese martirio no quede en las sombras.
Por eso, más allá de mi amor a la España que nos dio a muchos de nuestros hombres más queridos, de la España de Machado y León Felipe, del Duero y Salamanca, de mi placer de haber recibido esa posibilidad de una lengua en la que me formé, en la que tuve mis primeras representaciones, en la que escuché la voz de mi madre y pude llenar de lecturas mis noches solitarias de provincia y en la que, como enuncia el poema de Juana de Ibarbourou «dije ‘te quiero una noche americana millonaria de luceros», me rehúso a ser hija de una Madre que no me deseó sino como lugar de explotación y de un padre que, como don Cornelio, nos puso a disposición para que nuevos abusadores nos golpearan y humillaran
Caras y Caretas – Julio 2006 – Por Silvia Bleichmar –Psicoanalista – Ilustración Latinstock