Ella sonríe y antes de referirse a mi pregunta me dice: -¿Sabes?… Me re-gusta cómo hablan los argentinos… en vez de decir -por ejemplo- «piensas» dicen «pensás»… ¡Eso no existe por allá, se inventaron un idioma dentro del idioma!
De Moto a Moto y los Bichos que Pululan
Es una especie de feriado… raro… los pájaros zumban como si nada, como siempre… el sol entibia en estas postrimerías veraniegas y ya, otoñales.
Crisis… una nueva crisis en la Argentina y los callos nos han hecho capas tan gruesas que, de nuestra delgadez, finalmente hemos terminado gordos de impaciencia.
Estar encerrados es por demás difícil, siento que no he cometido ningún delito, pero la efectiva sanción a mi aparente pecado es… no salir bajo ninguna argumentación de las cuatro paredes que cobijan mi carne huesera.
Es difícil e insoportable bancarse 24 horas tras los barrotes domiciliarios y me mimetizo en aquellos viejos que han pasado determinada edad en los que, finalmente, son considerados permisivos de -condena mediante- habilitados para cumplir su sentencia con una prisión domiciliaria que complete se deuda para con la Sociedad.
Transpiro de aburrimiento y hasta me acuerdo de alguien que me dijo algún dicho de su abuela: «Los burros se aburren»… frase por demás polémica y hasta, por lo menos, atribuible a épocas «ha» en donde la simetría de las cosas eran por demás mucho más lejanas a nuestras actuales actitudes.
Modorra y aburrimiento; quizás, una plancha gigante que nos aplana y achicharra bajo el chicaneo complaciente del no hacer nada sin mirar ni perjudicar a nadie.
Sigo aburrido y no sé si soy algo burro, pero me limpio sin papel higiénico y con las manos pintadas del color marrón me surge la bronca y el que se vaya a cagar todo, no sin antes ser consciente que este mundo pestilente y lleno de bichos intoxicantes, desparraman sus dominantes órdenes y obligan a triturar lo que nos surgiese de nuestro genuino Ser. Sé que algo deberé hacer y esto no puede ser para nada distante de la noción de corregir lo sucedido; esto es, no morirse en el intento del capricho contestatario hacia ese encierro que tanto nos pregona y nos solicita: «es por tu bien, por el bien de todos».
Subirme a la moto aunque sea unos contados minutos luego de más de una semana en que las arañas tejen sórdidas inmensos telares pegajosos y los dinosaurios a los que pertenezco desconfían del brillo solar reflejado en esa transparencia aparentemente inocua pero que, finalmente, me atrapará como una mosquita sin alas. Justificarme es lo más fácil, «cargar nafta» pues el tanque es la sed hambruna de mi desierto y en esas circunstancias de la vida, en esas pocas cuadras hasta la estación de servicio, sucede algo; siempre sucede «algo».
Vivo en la barrio de Caballito de la Ciudad de Buenos Aires; epicentro de la misma, y en esas pocas cuadras desde mi domicilio hasta esa estación de servicio «Axion» en la calle Viale y Av. San Martín, justo ese semáforo me enrosca en la esporádica detención del rojo. Al lado mío, en otra moto de menor cilindrada, una chica con su caja delivereada detrás, me pregunta por una calle.
Por su acento, semeja ser una extranjera a la pesca de oportunidades mejores que en su país de origen. «O Glovo», caja amarilla con verdes letras, y con su disfraz inoculado a fuerza de necesidad continúa con su amable signo de interrogación: -¿Sabes cómo llego hacia esa dirección?
La calle en cuestión era Espinosa, casi avenida Juan B. Justo, y mientras le indico cómo llegar, le pregunto: -De dónde sos, porque da la impresión que venís bien de lejos…
Ella me responde en su perfecto español: -Soy de un pueblo colombiano bien al norte, casi pegado a Venezuela que se llama Albania y que, en ese sitio, no hay posibilidades de vivir mejor, ni siquiera del turismo, además, estamos al lado de Venezuela en donde mucha gente se va para otro lado porque ese Maduro que tienen de presidente los está matando… todos se van y hay muchos que se vienen para aquí, para Argentina, en donde siempre nos dijeron que se vivía mejor y había más oportunidades…
El semáforo todavía está rojo y la conversación continúa: -¿Cuánto ganás con este laburo; la moto es tuya?
Ella me responde que la moto la acaba de comprar que sólo debe un diez por ciento del valor de la misma, luego me dice que gana exactamente uno buenos pesos por mes y que es no mucho pero que le alcanza para pagar esa especie de pensionado en el que vive junto a otros compatriotas y que, si le sobra algo, lo manda para su familia colombiana.
El semáforo se pone verde, pero ella se queda con su casco puesto, y de moto a moto, la conversación sigue: -¿Por qué pensás que los venezolanos se van de su país? ¿Qué sabés qué es lo que pasa en ese país?..
Ella sonríe y antes de referirse a mi pregunta me dice: -¿Sabes?… Me re-gusta cómo hablan los argentinos… en vez de decir -por ejemplo- «piensas» dicen «pensás»… ¡Eso no existe por allá, se inventaron un idioma dentro del idioma!
Yo me río por su reflexión y mi expresión denota el agrado de lo conversado, igual, no dejo desviar mi principal interrogante alrededor del acertijo que me atrapa. Ella dice llamarse Xoana y reteniendo mi anterior pregunta me responde: -Mira… yo sé lo de mi país, lo de Venezuela es lo que se dice por todos lados; allí todo el tiempo se habla de lo mismo… en mi país, en Colombia, el presidente que tenemos siempre se está peleando con alguien y encima, ahora, la tiene con Maduro… ¡como si no tuviésemos bastante, ahora le importa lo que pasa al lado nuestro!…
Ante mi insistencia alrededor de su vecino país, ella desvía la respuesta y se enfoca en duras críticas hacia su presidente Duque que ha hecho de su patria un suplicio difícil de sobrellevar y que no ve la hora de que este nuevo acertijo del virus que nos acecha desaparezca de una vez por todas y que sólo quiere respirar un poco más tranquila arriba de su moto.
En plena conversación su celular suena y su watsapp le dice que deberá apurarse en la entrega que tiene pues, no bien termine, habrá otra envío muy cerca de allí. Muy cortesmente, Xoana me indica: -Debo irme, gracias por la calle… lo de Venezuela «te lo debo», tal vez me dejo llevar por lo que dicen los diarios, no lo sé… ¡Gracias argentino!…
El semáforo verde me deja su imagen de punto casi invisible sobre la avenida San Martín, yo entro a la estación de servicio; un patrullero estacionado observa mi estado; «Llenáme el tanque» le digo a la piba que me atiende, ella no sonríe, solamente espera a la distancia -la mía- que este raro virus desaparezca y la deje comportar libremente.
Por Pablo Diringuer