Hacia 1835, un unitario apellidado Bustos, perseguido por la mazorca, se vio obligado a huir hacia la Banda Oriental. EL hombre, viudo para entonces, confió a su pequeña hija, Ramona Bustos, al cuidado de su cocinera negra, Flora Valderrama.
Ilustración Miguel Ángel Lucero – 2000
“La Pulpera de Santa Lucia”
Fines de la década de 1830. La frase era común entre los jóvenes del centro de la ciudad: “Vamos a Barracas; no puede ser que aún no conozcamos a la Rubia del Saladero”. Los muchachos de Barracas y sus alrededores jamás la pronunciaron; ninguno se había perdido la oportunidad de admirar a la bellísima adolescente.
En la pulpería rodeada de saladeros -de allí al apodo- y cercanía al templo de Santa Lucia, la jovencita concitaba las miradas masculinas, mientras resplandecían sus cabellos rubios y sus ojazos celestes detrás del mostrador de la Pulpería de la Paloma. Pero no todo puede ser enteramente bello en la vida; a sus espaldas había un pasado doloroso.
La historia cuenta que, hacia 1835, un unitario apellidado Bustos, perseguido por la mazorca, se vio obligado a huir hacia la Banda Oriental. EL hombre, viudo para entonces, confió a su pequeña hija, Ramona Bustos, al cuidado de su cocinera negra, Flora Valderrama. También le dejo algún dinero como para que ambas no pasaran privaciones. La mujer, entonces, estableció la pulpería en la Calle Larga de Barracas, actual Montes de Oca.
Poco después, los benes de Bustos fueron confiscados y, por temor a las persecuciones, Flora rebautizo a la pequeña con el nombre de Dionisia Valderrama. Con el tiempo, la niña se convirtió en la atractiva adolescente de los cabellos rubios y los ojos celestes.
Corrían los días de 1849 cuando, como tantos otros muchachos ávidos por conocer a la célebre belleza, cayó por la pulpería de la Calle Larga un soldado de Lavalle apellidado Miranda, con fama de payador.
En agosto de aquel año se inició un espantoso degollamiento de unitarios y Miranda desapareció junto a Dionisia. Hacia donde se dirigieron es un misterio; quizás hacia la Banda Oriental, donde se hallaba el padre de la muchacha.
Pasaron los años. La parda Camila López Camelo le contaba la historia a Héctor Pedro Blomberg. En 1928, con música de Enrique Maciel, el poeta escribía el vals “La Pulpería de Santa Lucia”, que relataba aquellos sucesos y se hacían celebre en labios de Ignacio Corsini a parir de su grabación, efectuada el 22 de abril de 1929.
Roberto Selles
La Pulpera de Santa Lucía
Era rubia y sus ojos celestes
reflejaban la gloria del día
y cantaba como una calandria
la pulpera de Santa Lucía.
Era flor de la vieja parroquia.
¿Quién fue el gaucho que no la quería?
Los soldados de cuatro cuarteles
suspiraban en la pulpería.
Le cantó el payador mazorquero
con un dulce gemir de vihuelas
en la reja que olía a jazmines,
en el patio que olía a diamelas.
«Con el alma te quiero, pulpera,
y algún día tendrás que ser mía,
mientras llenan las noches del barrio
las guitarras de Santa Lucía».
La llevó un payador de Lavalle
cuando el año cuarenta moría;
ya no alumbran sus ojos celestes
la parroquia de Santa Lucía.
No volvieron los trompas de Rosas
a cantarle vidalas y cielos.
En la reja de la pulpería
los jazmines lloraban de celos.
Y volvió el payador mazorquero
a cantar en el patio vacío
la doliente y postrer serenata
que llevábase el viento del río:
¿Dónde estás con tus ojos celestes,
oh pulpera que no fuiste mía?»
¡Cómo lloran por ti las guitarras,
las guitarras de Santa Lucía!
Vals – 1929
Música: Enrique Maciel
Letra: Héctor Blomberg