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El Anecdotario del General
Rápido y Furioso – Buenos Aires – 1974 – Carlos Alberto Reutemann con el famoso Brabham BT 44 que llevaba el número 7
El Anecdotario del General

Luciano di Vito y Jorge Bernárdez recopilan en el libro “Las Aventuras de Perón en la Tierra”, con prólogo de Felipe Pigna varias anécdotas que pintan de cuerpo entero al personaje político argentino más importante del siglo XX.

Rápido y Furioso – Buenos Aires – 1974 – Carlos Alberto Reutemann
Mi viejo tenía un amigo que trabajaba en el Automóvil Club Argentino y que le regaló entradas para el Gran Premio de Fórmula  1. Yo tenía siete años y nunca había ido al Autódromo Para mí era como irse bien lejos ir al Autódromo Calculen que todavía no me había llevado a la cancha. Era pleno mes de enero de 1974 y el asunto me pareció fascinante, Toda una aventura.

El abuelo Carmelo, el padre de mi viejo- al otro abuelo no lo conocí-, estuvo toda esa semana contándonos historias de Fangio, de los Gálvez, de una cosa que se llamaba la `cupecita` que a mí me sonaba simpática sin haberla visto nunca El abuelo era fierrero. Recordaba a Froilán González como el primero de los pilotos que ganó una carrera con una Ferrari. Imitaba la voz finita de Gálvez cuando hablaba de esa cupecita y también se animaba a imitar al relator Luis Elías Sojit y su famoso avión; en una época lo solía imitar Dolina en la radio, pero su público no sabe que ese real imposible de comprender existió en serio.

La verdad es que para mí todo ese mundo era nuevo, incluso Reutemann, que iba a correr con el famoso Brabham BT 44 blanco que llevaba el número 7.

`Viene bien, ese muchacho`, arriesgaba mi abuelo. Es que las noticias de aquellas épocas aventuraban un futuro de grandeza para nuestro piloto. Así que esa mañana de domingo nos levantamos muy temprano para llegar al Autódromo Municipal. Era un mar de gente, familias enteras, una muchedumbre, choripanes, todo el folclore del automovilismo que yo miraba asombrado sin soltarle la mano a mi viejo.

Un día antes habían sido las pruebas de clasificación y nuestro crédito había entrado sexto, es decir que largaría la carrera desde la tercera fila. Corrían unos pilotos impresionantes Nikki Lauda y Clay Regazzoni, los del quipo Ferrari, Emerson Fittipaldi y Ronnie Peterson, un sueco que corría con Lotus que iba a largar en la primera posición.

Con mi viejo estábamos en una tribuna desde la que se veían bien a la larga, de a ratitos, cuando los autos pasaban por ahí y hacían un ruido infernal. ‘Ahí va el Lole’, decía alguno. Pero pasaban tan rápido que apenas se podían adivinar quién era. Ayudaba la radio a transistores, claro. Había como una sensación de triunfo, de que Reutemann tenía que ganar sí o sí. Muchos más cuando largó y no tardó en ponerse en la punta. Los tribunales deliraban, parecía una celebración peronista de esas que veía en la tele, en la blanco y negro del living, abrazos, multitudes, fiesta permanente. Yo no sabía que todos esos pilotes eran verdadera leyendas del ‘deporte motor’, como decía la radio. Ni siquiera tenía idea que significaba ser una leyenda.

Reutemann lideraba la carrera, algunos festejaban el triunfo argentino. La verdad es que los pasó a todos, dio una clase de manejo durante 50 de las 53 vueltas que tenía la carrera. De golpe hubo un silencio, me acuerdo, algunos se agarraron la cabeza y otros directamente tiraron a la mierda la radio que tenían pegada a sus orejas. El pelotón de autos seguía pasando y yo no entendía demasiado. Tampoco decían ‘Ahí va el Lole’. No. Ya no venía, ya no pasaba.

Mi viejo balbuceó: ‘La puta madre, no puedo creerlo, que suerte perra’.

Había pasado que el tipo se quedó sin nafta, sin nada, parado en el césped, como dijo uno de los periodistas de la radio. Entonces ya no importaba quien iba a ganar la carrera. La aventura se hizo lagrima, la fiesta un velorio.

A mí me marco esa carrera. Para siempre. Hizo que no me gustase el automovilismo como les gustaba a mi abuelo y a mi viejo, que durante toda esa década del 70 se levantaban muy temprano para ver las carreras de Fórmula 1 que daban por el viejo ATC. ¿Y saben por qué? Porque siempre terminaba igual. Reutemann parecía que ganaba un Gran Premio cuando los demás abandonaban. Cuando no debían dejar pasar al otro de su equipo porque el contrario estipulaba que él era el segundo y a los segundos les pasa eso, tienen que dejar  pasar al otro. Todavía me acuerdo que los seguidores del Lole decían que ‘era un buen tester’ cuando competía con un auto medio malo. Si era buen tester, ¿Por qué no se iba a probar autos y se dejaba de jorobar?

Todo por esa carrera del 74 que, después averiguando, me enteré que lo llamaron a Perón para decirle que el piloto argentino estaba por ganar. Subieron al General a un helicóptero y desde Olivos se lo llevaron al Autódromo. Muchas veces pensé que el ‘viejo’ mientras volaba se habrá acordado de las épocas de gloria, de Fangio del mismísimo Froilán, de aquellos pilotos que en definitiva hicieron posible con sus triunfos la construcción del lugar donde ahora Reutemann iba ganando cómodo.

Perón llego al escenario con Isabelita y Lastiri, entre otros. Abrazó al santafesino y le dijo: ‘Mirá, pibe, no tengo otra cosa para entregarte, es la lapicera que tengo’.

Hace algunos años me contaron que en ocasión de un acuerdo de YPF para apoyar económicamente a Reutemann en su campaña como piloto, donde también estuvo el General, este le dijo sonriendo después de firmar el compromiso: ‘Tome, para que no se quede sin nafta’. Un maestro, No sé si es verdad o mentira pero el cuento es extraordinario.

Nadie se acuerda que esa carrera de enero de 1974 la ganó un piloto de Nueva Zelanda, Dennis Hulme, con McLaren, que nuestro crédito terminó séptimo en la calificación general y que su primer triunfo en la máxima categoría se la daría más tarde en el Gran Premio de Sudáfrica.

Aun así, fue el mejor argentino en la Formula 1 después e Fangio. Corrió 146 carreras con 12 triunfos oficiales y un subcampeonato del mundo en 1981.

La lapicera que le regaló Perón la guardo muy bien. Con ella, diecisiete años más tarde, en 1991, firmó el acta cuando asumió como gobernador de Santa Fe, donde salió primero y ganó. Claro, durante su gobierno la provincia sufrió la inundación más grande de su historia, pero esa es harina de otro costal, creo”.
Las Aventuras de Perón en la Tierra – Autores: Jorge Bernárdez y Luciano Di Vito – Editorial Sudamericana – Colección: Obras Diversas – 2011 –

Prólogo Por Felipe Pigna
A esta altura de las circunstancias y después de haber transitado el tema por décadas, uno tiene derecho a preguntarse si el peronismo es infinito. Y la disquisición es válida es más de un sentido, pero aquí  me refiero a la cuestión temática, a la materia de investigación, indagación, revisión o simple curiosidad en sus diferentes manifestaciones. Ya la duda al respecto habla de las características que supo imprimirle a Perón a su movimiento y de sus (no creo que infinitas, pero sí múltiples) contradicciones, de su desmesura, de su humanidad, de su orgullosa incorrección, de su criollismo, de su picardía. El General había logrado cosas increíbles, como que en su discurso se llevaran bien y su fundieran en parábolas Martin Fierro y el viejo Vizcacha, León XIII y Mao Tsetung, y se jactaba de “hacer el padre eterno” y de obligar a compartir el movimiento a aceites y aguas como Cooke y Apold, Framini y Vandor, López Rega y Cámpora, quienes no perdían oportunidad de presentarse junto a los seguidores de su sector sindical o político como los auténticos, si no los únicos y verdaderos, peronistas.

Porque como decía el General, todos trabajaban para el en aquella Argentina en la que todos eran peronistas, incluso, claro está, los antiperonistas, que preferían autodenominarse “gorilas” para no portar el estigma de la palabrita que habían prohibido con el absurdo decreto 4161 del año 56. Pero, si, también ellos vivían pendientes del Perón de Paraguay, de Panamá, de Dominicana y de Madrid que se habían convertido en su razón de ser: también ellos estaban dando su vida por Perón.

Este libro de los queridos amigos Luciano di Vito y Jorge Bernárdez habla de todo esto, pero también del otro Perón,  del íntimo, del humano, del hombre y su contexto, y recorre los momentos claves de la historia del peronismo y de su líder. Aquel que andaba en camiseta enfrentando a un enemigo nuevo: el calor de Panamá, rodeado de espías y acechanzas, entre ellas María Estela Martínez. Aquel del frustrado Operativo Retorno a fines de 1964 en el que tanto tuvo que ver Vandor, uno de los principales interesados en demostrar que el General no podía volver para dar rienda suelta a su “peronismo sin Perón o neoperonismo”. Aquel de la admiración, compartida otra vez por multitudes, por su vecina Ava Gardner y por Fina Lollobrigida. El lector se reencontrara en este libro, siempre con alguna nota de originalidad en la mirada y en los valiosos testimonios, con Perón y sus vínculos con los nazis, su ·amor por los caniches, su hermano Mario y su relacion con los gorilas, los del Zoológico. Algunas pistas no tan transitadas de aquellas iglesias quemadas que hicieron exclamar a Churchill: “Perón fue el único argentino que quemo su bandera y el único católico que quemo las iglesias”. Las impresiones de sus visitantes. Los espías de Perón y la creación de una agencia latinoamericana de prensa para enfrentar a las todopoderosas United y Asociated Press, en la que trabajó como fotógrafo Ernesto Guevara cuando todavía no era el Che. La relacion de Perón con Macoco Álzaga Unzué, el más notable playboy argentino y Ginger Rogers. La inconsolable tristeza de Cabanillas por no haber podido matar a Perón. Las andanzas del entrañable Miguel Molina en aquella Argentina peronista. El fugaz encuentro con Gardel y el cruce de las dos sonrisas más recordadas de la Argentina. Los padecimientos del emblemático cantor de la marcha peronista. Hugo del Carril, para poder filmar Las Aguas Bajan Turbias, con libro del comunista Alfredo Varela. Aquella Nochebuena que Jairo pasó con el General. Las andanzas del mítico Joe Baxter en la residencia de Navalmanzano, en el barrio de Puerta de Hierro. Las largas ornadas de grabación con Octavio Getino y Pino Solanas, quien revela unas interesantes impresiones shakespereanas sobre el clima de aquella casa regenteada por un mayordomo de terror en más de un sentido. Licio Gelli, la P2 y lo peor de la derecha española e italiana también son parte de esta historia, como la pelea con la juventud maravillosa devenida en imberbe y estúpida.

Y las últimas imágenes, las que nos hacen pensar que probablemente el General recordaba aquellos funestos días del pre exilio, de la derrota del 55, en la famosa cañonera cuando la volvió a abordar en su último viaje, que fue en junio de 1974 y al Paraguay. Ahora la cosa era con todos los honores, pero también con todo el frio y esas gotas de lluvia que fueron colmando el delicado vaso de su vida. De allí a los últimos días rodeado de excelentes médicos como los doctores Jorge Taiana, Pedro Ramón Cossio y Carlos Seara, y de aquel increíble hechicero terrorista. Volver a Perón siempre es fascinante y este recorrido lo es y lo amerita: a disfrutarlo entonces sin contraindicaciones, o quizás solo una: este no es un libro recomendable para intolerantes de uno y otro lado, aquellos que no son capaces de terminar una línea sin sobreimprimir descalificativas porque el texto no se ciñe a los rezos de su fanatismo. Pero como por suerte no son tantos, al resto y aun a ellos, a disfrutar de este libro que los encontrará unidos a un texto sólido y muy bien escrito y dominados por la dinámica que le han sabido imprimir sus autores.

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