Pocas veces la calificación de “Benefactor de la humanidad” fue tan bien concedida como en el caso de Albert Sabin. El apellido de éste médico esta indisolublemente ligado a la lucha contra una de las enfermedades más temibles que padeció nuestra especie: la poliomielitis, conocida popularmente como parálisis infantil. La “polio” es transmitida por un virus que afecta a la médula espinal, precisamente en la etapa de crecimiento de los niños. La consecuencia es la parálisis de alguno o todos los miembros, provocando atrofias y otras secuelas graves.
Durante muchos años, la humanidad estuvo a merced de este flagelo, ya que no había forma de combatirlo. Al generalizarse los casos, lo único que se podía hacer era suspender las clases y toda actividad que evitara la concentración de menores; el resto corría por cuenta del azar y la persistencia de la epidemia.
A mediados de los años cincuenta, Buenos Aires sufrió la última gran epidemia. La Municipalidad fumigaba, lavaba las calles y desmalezaba con un furor ausente en circunstancias normales. Cuadrillas de voluntarios pintaban los árboles con cal viva para matar los insectos, y las madres colgaban saquitos de alcanfor al cuello de los chicos, como un intento de romper la impotencia frente a lo peor.
Hubo muchas víctimas, pero en pocos años la epidemia pasó a ser un mal recuerdo. Las primeras vacunas antipoliomielíticas que conocimos, fueron elaboradas por Jonas Salk. Se aplicaban mediante inyecciones y estaban hechas en base a virus muertos. Uno de los miedos de los chicos al iniciar la escuela primaria, era recibir la vacuna, “Te dan la Salk”, decían los veteranos de segundo o tercer grado a los debutantes.
Pero otro investigador se venía moviendo silenciosamente para mejorar el extraordinario descubrimiento de Salk. Era el doctor Albert Sabin. Sabin había nacido en Polonia en 1906. Su familia decidió mudarse a Estados Unidos en 1921 y luego de algunas vacilaciones, el joven Sabin decidió estudiar medicina. Cursó la carrera en la Universidad de Nueva York, donde se recibió de médico en 1931. Paralelamente, la inclinación que sentía por la microbiología, llevó al flamante doctor Sabin a perseverar en las investigaciones, pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial lo obliga a enrolarse como médico en las filas aliadas.
Mientras hacía frente a las obligaciones que como profesional le imponía el conflicto, siguió su trabajo de laboratorio, descubriendo entonces, una vacuna contra una enfermedad muy conocida por los argentinos: el dengue. Dicho mal en nuestras tierras, es transmitido por el mosquito Aegyptis Aedes; otro antiguo conocido nuestro, ya que en el siglo XIX fue el vector de la fiebre amarilla que diezmara a la población porteña en 1871.
A pesar de la prolongación en el tiempo y las exigencias de la guerra, Sabin se las arreglaba para desarrollar una vacuna contra la encefalitis, otra vieja enemiga de los más chicos. Finalizada la conflagración mundial, el científico pudo dedicarse plenamente a la investigación bacteriológica. Luego de años de trabajo, descubre una vacuna contra la parálisis infantil, que a diferencia del hallazgo de Salk que utilizaba virus muertos, Sabin la desarrolló con virus debilitados y además, contó con la ventaja de ser absorbida por boca, dejando en el recuerdo la dolorosa inyección.
En 1958 se comienza a avanzar con las pruebas y poco tiempo después, es lanzada al mercado, su utilización se transforma en masiva.
El estado argentino la adquirió en grandes cantidades y su uso fue obligatorio en todos los niños en edad escolar. Debido al sabor intensamente amargo, en las escuelas se la suministraba con una cucharita, dentro de un terrón de azúcar; ya que la vacuna estaba contenida en unas pocas gotas. Gracias a esos hombres proverbiales, la “polio” en la Argentina fue sepultada en el pasado.
Albert Sabin gozó una larga vida, ya que falleció en 1993. A pesar de haber recibido decenas de premios por sus investigaciones y contar con el agradecimiento del mundo entero, por esos enigmas de la política y las academias, nunca le fue concedido el Premio Nobel.