El olor era insoportable. Parar con la moto en el kilómetro 25 de la misma ruta 25 y entrar a esa posada choripanera y ensaladera de vetustos techos no solamente porque había hambre, sino también por esa necesidad fisiológica del inflable líquido amarillo que todo lo presionaba.
El baño era de… más que escasas dimensiones; había un miserable mingitorio lleno de diminutas mosquitas, puchos que eran filtros chamuscados de pudrición y algunos restos de papeles enroscados que jamás de los jamases pasarían por entre esos agujeritos alcantarilleros de desagües putrefactos de finales reciclados. El lavatorio goteaba un hilado acuoso que deprimía ganas de oxigenarse en el desierto del Sahara y la fragancia… pues fábricas de broches roperos agotados en su esplendor vendedor de trapos que jamás florecerían en esa soga solar y ventilada de exhumación insecticida.
Mientras mi pis flotaba espumoso y llevaba tras de él los flotantes objetos descartados de tiempos ha, mis labios y lengua dudaban entre ese olor parrillero del puesto y ese opuesto casi indescriptible del otro lado emanado tras esa puerta cerrojera del excusado inodoro que algún ignoto transeúnte de ganas digestivas e intestinales, hubo de encerrase y evacuar esas lágrimas estomacales mientras la boca abierta del blanco ceramicado inodoro hipotéticamente suplicara un perdón drásticamente ignorado por ese dios resignado de su poderío bíblico a punto de estallar de posibilidades.
Finalmente, las ganas de vaciar mi dilatado envase, apuraron el trámite no solamente obligado por el punto de ebullición de mi pava hervida, sino también por ese pobre individuo encerrado en ese diminuto habitáculo y tal vez sin un mísero papelito secador de esas curvas carnales manchadas de esa pintura fresca que todo lo teñían de color marrón.
No bien goteé la última versión de Platón sin pantalón, el cierre relámpago de truenos placenteros me empujó hacia el tobogán de salida.
En ese cambio sustancial del ambiental suceso, la lija se había transformado en un suave algodón que acariciaba mis fosas nasales y pulmones rogadores ante un dios impreciso. El choripán goteaba dentro de mis papilas gustativas como una más que agradable lluvia de verano aplacando el sinsabor o el sabor al revés de las ganas de un implante molar en un consultorio dental; las migas derramaban jugos areneros de harinas mientras esos pájaros colgantes bajo la sombra arbolar, divagaban por alguna limosna que floreciese esa sonrisa que jamás conocería tras el plumaje volátil de seres que pispaban oportunidades de vidas implorantes en ese sentir mundano y compartido.
por Pablo Diringuer