Tengo un camisón gris con pintitas blancas, sin mangas; es mi preferido. Un camisón común y corriente, dijesen mis hijos. El día que lo vi en la vidriera de la mercería del barrio, me enamoré a primera vista. Tal vez, fue por los botones pequeñísimos semejantes a los de mis vestidos de la niñez, o quizá porque intuí la suavidad del algodón. Cuando entré a comprarlo, Delia, la dueña del lugar, me ofreció otros modelos y colores, pero yo ya había elegido.
Debo confesar que nunca supuse que mi camisón daría tanto de qué hablar, tampoco sospeché que el color gris provocase algo parecido a estar perdido en la niebla, o a la intemperie frente a una gran tormenta, o en medio de un humo que todo lo tizna. Pero así fue. La gente se pierde con el gris.
En plena cuarentena no es fácil salir a comprar las cosas necesarias para la supervivencia. Hay que tomar todas las precauciones del caso para no correr riesgos innecesarios. El “rey virus” corre tan rápido como la muerte en tiempos de guerra. Yo trato de arreglarme sola y no molestar a nadie.
No es fácil permanecer callada o en silencio muchos días. Es preferible hablar con las plantas, los animales o con el personaje de un libro antes de perder el habla. Incluso la comunicación gestual con los vecinos del barrio es mejor que la mudez. Yo les hago señas desde mi ventana y supongo que me entienden. Cuando nos encontramos en el almacén, tapabocas por medio, y noto que los precios de los alimentos han subido en demasía, para demostrar mi enojo, suelo revolear los ojos de un lado a otro por espacio de unos segundos, y sé que me comprenden. La voz tras el barbijo suena deformada, es difícil conversar.
Trato de salir poco, pero me está faltando lo indispensable. Tendré que ir hasta el almacén de Alberto a comprar fideos, leche y unas galletitas crocantes que me gustan mucho. Hacen ruido al morderlas y tapan el sonido del televisor de mi vecina Fabiola. Pobre Fabiola, no hace otra cosa que ver todo el día televisión, necesita conocer al detalle las embestidas del “virus rey” en todo el mundo, y de ser posible, agigantar las novedades hasta llenar a los vecinos de estertores de incertidumbre.
Antes de salir miré por el ventanal que da a la calle, se nota que hace frío; la gente va bien abrigada. Es más fácil abrigar el cuerpo que el alma, de eso estoy segura. El alma, en soledad, comienza a perder calidez, por eso no hay nada mejor que acompañarse de un libro o una mascota cuando la familia está lejos.
De tanto ir y venir con los pensamientos perdí la noción del tiempo. Faltan cinco minutos para que cierre el almacén. Me visto con rapidez y me acomodo el barbijo frente al espejo. Reniego un poco, los anteojos empañados por el aliento dificultan mi visión.
Cuando llegué a las puertas del almacén de Alberto había tres personas en fila esperando ser atendidas. Me ubiqué a dos metros. Todos parecemos sospechosos de algo. Las miradas se tornan huidizas y los teléfonos en la mano ocupan todos los espacios. Yo no quise llevar mi súper teléfono, es todo lo que tengo para comunicarme con mis hijos y nietos y no voy a correr el riesgo de perderlo.
De repente, comencé a sentir un frío intenso que entraba por mis piernas hasta instalarse en mi espalda. Froté rodilla con rodilla, no sirvió de mucho. Estamos en pleno invierno. Alcancé a ver a dos mujeres que se reían mientras me señalaban con el dedo. Bajé la vista. ¡Gloup! Con el apuro, olvidé ponerme la pollera. Se ve que no es muy convincente mi camisón gris combinado con la campera de abrigo color verde. No tenía por qué dar explicaciones. Nadie escapa a la naturaleza de la pandemia con sus miedos, olvidos y distracciones. Yo había visto cuando mi vecina Claudia cayó de bruces en la vereda por ir mirando un video de su nieto en el teléfono, y también observé con detenimiento a la vecina del cuarto piso bailando sola un tango. Incluso Marta, va a la farmacia con un pantalón pijama rayado blanco y negro; seguro que nadie reparó en eso porque combina bien con la campera de color negro que lleva.
Después de ser atendida, Alberto me dijo, sonriente:
—Cata, la próxima, le llevo las cosas a su casa. No le va a hacer bien tomar frío, menos que menos, al salir de la cama.
Debo confesar que yo me río de mis “despistes”, mis yerros suelen ser antológicos. La semana anterior había ido al cajero automático que está en la esquina, con el pantalón pijama azul marino y no le llamó la atención a nadie. Sin dudas, el color gris acentúa el humo de los pensamientos de las personas, pensé. Le respondí a Alberto que no se preocupara, que tengo una salud de fierro y que mi pollera gris de verano entraría en cuarentena hasta nuevo aviso.
Ya en casa, reviví los hechos. En fin, el mundo es como es, así que acá estoy, en la pileta de la cocina ahogando mi camisón gris en agua con anilina color rojo. Veremos qué sale y con qué podré combinar mi renovado camisón. Cuando no se pueden cambiar los esquemas de pensamiento es mejor cambiar los colores de las cosas.
Ana María Caliyuri
Cuento que integra la Antología “Alas de la imaginación V»
Autores destacados 2020 – S.E.R- Sociedad de Escritores Regionales
La Plata,Brandsen,San Vicente,Berazategui,General Belgrano,Ensenada, Berisso