Los años del Primer Centenario de la Revolución de Mayo, encontraron a la Argentina firmemente encaminada a un destino de grandeza, sustentado en la cría de vacunos y la generosas cosechas de granos. Al menos así lo creían los dueños del poder económico y político. Las cifras alentaban esa creencia. El ingreso per capita era de los más altos del mundo, es cierto; pero como suele pasar con esos índices y nuestro país no fue la excepción, la riqueza generada por la renta agropecuaria estaba concentrada en un sector minúsculo de la sociedad. Prueba de las tensiones provocadas por la fuerte desigualdad social, fueron los festejos del Centenario. Bajo la presidencia de José Figueroa Alcorta, nuestro país recibió visitantes célebres como la Infanta Isabel de España, Georges Clemenceau de Francia, Guillermo Marconi por Italia y una larga lista de personalidades, coronada por cincuenta embajadores de países amigos e innumerables regalos: el más significativo, el Monumento de los Españoles; que todavía hoy adorna Buenos Aires. Tanta magnificencia no podía ocultar la otra cara: Estado de Sitio, miles de militantes sindicales y políticos detenidos, plena vigencia de la Ley de Residencia, que permitía expulsar extranjeros considerados peligrosos para la paz social y una amplia gama de medidas represivas y antipopulares.
De uno de los extremos del arco social, el que concentraba la mayor parte de la riqueza, surgieron los muchachos que “tiraban manteca al techo.” La frase que como otras tantas de cuño porteño tiene un gran poder de síntesis, refiere a una práctica puesta de moda por algunos jóvenes de familias patricias, con mucho dinero y con frecuencia aburridos. Los descendientes de algunos apellidos ligados a la propiedad terrateniente que en muchos casos se remontan a la primera Conquista, en los primeros años del siglo XX pisaban fuerte en la noche porteña.
Buenos Aires ya entonces considerada la Reina del Plata, con sus increíbles palacios como los de Anchorena (actual Ministerio de Relaciones Exteriores), el de los Paz y otros tantos que en 2020 siguen en pie, más las amplias avenidas, la vida cultural y como telón de fondo, la pampa ubérrima donde pastaban millones de vacunos, con siembras dilatadas y la inmensa Patagonia poblada de ovejas. El “granero del mundo” parecía eterno, y la renta fabulosa del puñado de familias que se beneficiaban, también. Por eso los muchachos que portaban apellidos ilustres, creían tener “la vaca atada.” Por eso, el despilfarro fue su signo distintivo.
Fueron los años de la Belle Epoque porteña. Esos jóvenes se diferenciaban por su buena ropa y vida rumbosa; los caracterizaba una billetera generosa y abultada. Una de sus costumbres era llegar en patota a los cabarets y “hacer la pata ancha”, copar el lugar y hacer los que les venía en gana; a veces a balazos. La nocturnidad comenzó a llamarles la indiada, por su costumbre de atropellar en malón. Lo de Hansen, el Tabarís de la calle Corrientes (antiguo Royal Pigall) y otros centros de diversión muy exclusivos, conocieron las “hazañas” de aquellos jóvenes millonarios. En esas largas noches de tango, champagne, cigarros puros y compañeras de ocasión, al llegar la hora del hastío habría aparecido el juego de tirar manteca al techo. La diversión no era motorizada sólo por el aburrimiento, ya que se cruzaban jugosas apuestas que rescataban algún resto de adrenalina. Además esto no era para cualquiera que viviera de un sueldo, ya que después había que pagar los daños.
Se registran varias modalidades del curioso entretenimiento. El jugador comenzaba cargando un poco de manteca bien fría en un tenedor y a modo de catapulta, lanzaba el lácteo proyectil. Una opción era hacer marcas en el cielorraso. Por ejemplo, círculos; quien acertara en el blanco ganaba. Otra variante, tirar la manteca y la victoria era para el trozo que aguantara más tiempo pegado al techo sin caer ni derretirse.
Pero se atribuye al marplatense Martín Máximo Pablo de Alzaga Unzué, conocido como “Macoco”, la paternidad de la idea. El hombre habría estado una noche en el cabaret Chez Maxim’s de París, junto a algunos amigos. En algún momento de la noche, observó que el cielorraso del local estaba adornado por mitológicas Valkirias. El argentino entonces tomó un tenedor y haciendo “rulos” de manteca, los lanzó al medio de los senos de las deidades nórdicas. La victoria pertenecía a quien acertara. Ese tiro al blanco sería muy caro, ya que seguramente había que pagar los daños eventuales que sufriera la pintura.
El curioso divertimento tuvo repercusión en Buenos Aires, ya que las actividades de Macoco tenían un peso importante entre sus exclusivos seguidores. Es que este playboy era bastante conocido en el jet set internacional. Macoco Alzaga Unzué compitió en las 500 Millas de Indianápolis y obtuvo la victoria del Grand Prix de Marsella de 1924, entre otras actividades automovilísticas. También se lo vincula a algunas relaciones amorosas con mujeres muy conocidas en la farándula mundial de la época y se le atribuye la propiedad de un famoso y exclusivo cabaret neoyorquino.
Tal vez el mayor aporte de aquella “juventud dorada” del Centenario en materia cultural, fue sumar al acervo popular una frase, una figura que representa el despilfarro, como es “tirar manteca al techo.”