El papel arrugado que envolvía esa colorida ligustrina, mientras ese olor característico de pastos chamuscados, los frascos parecieran extrañar ese contenido, y sus corchos observaran impávidos, cómo el humo se ramificaba enredado en ese nuevo aire impreciso hacia el cielo.
Bob Marley le cantaba a esa mujer que lagrimeaba y, contrariamente, le pedía que no llorara: «No woman, don’t cry»».
Nosotros, en esa esquina del barrio de Castelar transpirábamos risa y los ojos sudaban alegrías rojas mientras el quietismo barrial enmudecía al lado mismo de esas vías del ferrocarril que oxidaba tranquilidad pueblerina.
Amigos sin cicatrices y alguna chica al azar que movía su curva trasera apretada en ese jean que todo lo sugería y cuchicheaba con su par sobre esa avenida céntrica a la vuelta misma de ese Club Argentino de… gentes proclives al saludo casi genuino de costumbres adornadas de amabilidad.
Nadie arrimaba desconfianzas tras el umbral característico del domicilio en suerte, siempre un saludo y hasta una sugerente actitud de inocuidad espontánea, enmarcaba el espectro que fuere.
El paracaídas cayó porque sí, porque no era eternamente cierto esa especie de costumbrismo irradiado de antepasados que los abuelos o los consiguientes padres nuestros o tíos o jovatos que nos precedieron fuesen tenedores de una cierta biblia que a rajatablas, hubiésemos de seguir mientras algún pobre siguiese deambulando esporádicamente sobre esa estación de trenes o plagando calles distantes en esas periferias llenas de caminos de tierra. De golpe apareció esa fragancia que alguien tituló «maconia» y en esas ferias hipponas, puesteros artesanales promocionaban frasquitos diminutos con el nombre de perfumes de «pachuli». Primero fueron cientos, luego tal vez miles y las chicas de pelos largos y vaqueros acampanados lucían e irradiaban amores pacíficos y nosotros, los varones, vociferábamos idiomas parecidos con el símbolo de la paz.
Fumar… y sentirnos oxigenados fuera del protocolo ambiental de esa especie de rigidez característica de las obligaciones y derechos; nosotros sentíamos ganas plenas del derecho de explotar flores que volaban pétalos que hasta se pegaban sobre las líneas alquitraneras de esas calles sin adoquines.
Así fue durante esos años incipientes de desparpajo y ambiciones desmedidas de inquietud anti-limítrofe de imposiciones tradicionales de antaño y que nos dejen de joder los viejos de mente que todo lo querían controlar y mandar sin autocríticas de nada…
Humo, música y risas; risas, música y ese humo raro cuya fragancia contagiaba ganas inéditas de compartir lo que fuese; un momento, un instante, un día o noche y que los que no lo entendiesen, por lo menos aquietasen sus aguas embravecidas de molesta interferencia. Y en el medio de esa agradable aventura, apareció la desventura, esa especie de terremoto inesperado de un sistema por demás violento que no solamente derritió la sonrisa sino que, por desgracia, invadió terroríficamente el espectro de la convivencia barrial y la escarmentó de la peor manera posible: cualquiera podía ir detenido o preso por lo que fuese ¡hasta por pensar raramente distinto!.
Apareció imprevistamente la ley no escrita de un pelo corto y una ropa antigua y uniforme y el aroma libre y el humo y los frasquitos de olores parecidos y los pantalones con florcitas y collares terminaron ocultos en esas fosas tapadas de terruño con letras de «no sabe, no contesta» y el silencio fue mucho más que un retrato de una enfermera en un hospital.
Como en las películas de guerra, aparecieron aviones en donde personas saltaban desde las alturas y los paracaídas afloraban en medio del cielo, sólo que en la realidad de aquel inmediato entonces, las personas expulsadas de los aviones eran seres dopados en vida por esos asesinos militares que arrojaban vida para escarmentar a todo aquel que atreviese siquiera a pensar distinto, a todo aquel que fumase un joint de marihuana o al maestro o al obrero o al estudiante que reclamara un mejor estar sobre la faz del planeta.
Si bien la historia no se repite, a veces sucede la visión de la similitud, y en este sentido, un párrafo aparte para la música: escuchar otra vez a Marley me transportó a épocas lejanas, y ya los humos fraganciales para con los amigos de aquel entonces no flotan en ese esplendor; tampoco los pantalones apretujados resaltan como antes; me agrada el saber -por otra parte- que esos asesinos de uniforme todavía hay unos cuantos que purgan condenas en cárceles comunes y no volverán a la barbarie. Los que vienen detrás nuestro podrán contagiar de mejor manera que los viejos que somos.
Por Pablo Diringuer