Víctor Dell’Aquila señala con la pera, levantando la cabeza en un movimiento leve. Muestra sus hazañas enmarcadas en la pared. “El fútbol fue mi tratamiento psicológico”, dice. A Víctor le faltan los dos brazos; así de brutal fue la vida. Es el protagonista de una imagen memorable del Mundial 78. El abrazo del alma, la foto que mañana cumple treinta años: Ubaldo Matildo Fillol y Alberto Tarantini, arrodillados, campeones del mundo, los dos abrazados. Y él, Víctor, con las mangas de su pulóver vacías: “Yo los abrazo, aunque no tenga brazos”. Ricardo Alfieri (padre), reportero de la revista El Gráfico, dejó la imagen para siempre minutos después de que la Argentina le ganara a Holanda. Víctor había perdido sus brazos a los doce años, en 1967: un cable de alta tensión se los fulminó mientras jugaba en las calles de San Francisco Solano. Estuvo varios días en coma hasta despertar. “Al año empecé a ir al fútbol”, dice Dell’Aquila, fanático de Boca. En su casa cuelgan fotos con todos. En un placard guarda camisetas antiquísimas, de todos los colores. Si Boca jugaba lejos, él necesitaba de fútbol de cualquier cancha: en un cuadro aparece en un festejo de River, en 1968. Esa foto, también obra de Alfieri, fue un presagio. “Yo le debo mi vida a mi familia, al de arriba, a mí mismo y a los jugadores”, dice.
– ¿Cómo lograba entrar?
–Por alambres rotos o porque conocía a gente del control o algún fotógrafo. En Boca miraba el partido desde el banco de suplentes, con el Toto Lorenzo. Una vez salté desde el palco viejo. Cuando terminaba el partido, pin y adentro. En Racing tenía dos metros de fosa pero me ayudaba la altura.
– ¿Cómo saltó a la cancha en la final del Mundial?
–Ese día no encontré a la persona con la que había arreglado e intenté ingresar como discapacitado, pero me dijeron que estaba lleno. Me fui a la platea que está sobre Figueroa Alcorta y un conocido me hizo entrar. Y ahí me fui bien abajo y me senté, entonces se me prendió la lamparita.
– ¿A cuánto estaba del campo?
– Tendría unos dos metros, algo más. Pero era pendejo, pesaba 50 kilos y tenía un buen estado. Cuando vi que el referí levantó la mano, pasé los pies, flexioné y ¡tac! caí paradito. Pero seguían jugando, habían adicionado minutos. Entonces caminé despacito y me puse al lado del palo de Fillol. Y cuando tocó pito el juez salí corriendo en busca de alguien a quien abrazar. En un momento, Tarantini se arrodilló como rezándole a Dios. Fillol hizo lo mismo y se abrazaron. Justo llegué yo. Me frené y las mangas se fueron para adelante. Y ahí Alfieri sacó la foto. Yo la tengo dedicada por él.
Casado, con dos hijos, Víctor dice que vive de “vender ilusiones”, eufemismo que esconde una actividad concreta, confesable. La falta de brazos la suplió con una técnica envidiable en la que combina la cabeza, los hombros y los pies: estudió dibujo, fue campeón de pool, maneja su auto y hasta hace unos años jugaba al fútbol todas las semanas. “Quiero ir a un Mundial, creo que lo merezco”, dice, y los ojos claros y tiernos se le humedecen. Es el sueño de un hombre al que nada le fue imposible.-
Critica de la Argentina- 24/06/2008
Por Alejandro Wall
Todo por un Barrilete
(El muchacho solanense que de niño perdió los dos brazos)
El tendido de la luz eléctrica llegó a Solano en octubre de 1961 sostenida por postes de palmera con base empetrolada. Pero por encima en algunas calles se tendió la fuente principal de alta tensión sostenida por columnas de cemento. En 1967 con mi amigo Víctor compartíamos el Colegio Primario N° 64, entre Avenida Provincial y 848, con las mejores y más bonitas maestras.
Solano se coronaba de barriletes multicolores hechos de papel crepe; o de los otros, los nuestros, hechos de papel de diario, engrudo y cola de trapos livianos. Se hacían competencias de altura y distancia. También a veces se desataban verdaderas batallas en las que los barriletes dirigidos por sus dueños buscaban cortar el hilo de los otros con la cola colgando de gillettes. Se jugaba a la “largada”, que consistía en abandonar el barrilete y su carretel, para atraparlo por una hilera de muchachos unos cincuenta metros más allá, y si no se lograba se lo perdía seguramente para siempre. Al “tirabuzón”, a la “picada”, al “mensaje”, con papelitos que se elevaban al cielo desde el carretel al corazón del alto barrilete.
Pero a Víctor esa tarde se le había enganchado el juego y quería recuperarlo. Entonces escaló esa impasible torre. Llegó a la primera abrazadera de cemento y luego a la segunda. En la tercera se paró y extendió sus dos manos para alcanzarlo sin saber que el monstruo le devoraría hasta los brazos. Cayó al suelo desde esa altura. El vecino de la esquina salió de su casa, lo alzó y corrió hacia el hospital. Todo el barrio fue un grito al unísono, la mecha de una pólvora encendida que nos quemaba a todos. Cuando yo llegué logré ver la carrera enloquecida hacia la Salita de Solano. Se había salvado, pero en el Hospital de Quilmes debieron amputarle los dos brazos.
Recuerdo cuando algunos días después fui al hospital a visitarlo. Estaba con las mantas blancas cubierto por encima de sus hombros y ya se adivinaba aquel tremendo corte. Poco pude decirle. Víctor se me perdió con el correr de los años. Se dedicó a pintar con los dedos del pie. Mucho después ya supe que sabe manejar con las dos piernas, se casó, tiene hijos, y realiza muchas tareas del hogar con la boca.
A Víctor lo conoció el orbe cuando fue publicada esa foto (titulada ‘El abrazo del alma’) de la final del mundial de 1978 en el Monumental de Ríver. Se le acercó al Pato Fillol y al Conejo Tarantini que se arrodillaban abrazados por la victoria ante Holanda, gritando, vestido con una remera de mangas largas que le colgaban al vacío y millones de argentinos lo
acompañamos en ese abrazo que no pudo ser.
Absolutamente todos en Solano, cada padre y cada niño, saben cómo una canción de cuna impregnada en el alma desde aquel entonces, que jamás deberán subir a esos monstruos de cemento. Es mil veces preferible dejar la esperanza de un barrilete enganchado.
Por Víctor Gabriel Gullota
Historiador e Investigador