Significación cuyas primeros pasos se hunden en la conciencia mítica de la humanidad. Desde el mito griego de Prometeo que roba el fuego y las artes a los dioses para dárselos a la humanidad sufriendo luego un castigo eterno, hasta la humanidad de maíz del Popol Vuh de los mayas todos los pueblos del mundo han explicado en mitos el origen de la cultura asociándolo al diálogo con los dioses.
La filosofía y la ciencia también han intentado explicar esta necesidad tan humana de construir sentido. Clásicos como la Caverna de Platón o El Porvenir de una Ilusión de Sigmund Freud son algunos de los infinitos ejemplos posibles.
Si hay un tema común en estos – y otros – textos es el de la ascensión. A los dioses, al conocimiento o las formas científicas que la modernidad supuso superiores. Pero siempre se trató de ciertos sacrificios para elevarse, a los dioses, a la razón o a la ciencia. Dialogar con un sentido trascendente.
Sentido trascendente para dar cuenta del ser humanidad en cada encrucijada tiempo espacio; el aquí y ahora presionado por la gran historia.
Un espacio planeta sobre el que transcurre la experiencia humana en un tiempo cuyas coordenadas se mueven más rápidamente por unas tecnologías digitales que ponen la otredad en el centro de nuestros hogares. Realzando paradójicamente la importancia del espacio y el tiempo local en una convivencia francamente caótica.
Esta relación global / local al que algunos autores han llamado globalización es uno de los principales desafíos del hacer cultura de nuestro tiempo.
Un planeta mundo y nicho ecológico único pero sometido a tantas representaciones simbólicas como porciones de experiencia humana hemos sabido desarrollar. Cuyas condiciones ambientales son cada día un poco más inestables y donde ya no es posible pensar en el aislamiento como salvoconducto: el cambio climático afecta por igual – o casi – a quienes más contaminan que a las culturas que ancestralmente han sacralizado a la madre naturaleza.
Un planeta mundo que además de objeto físico es también, y cada vez más, objeto de diseño: los modos de transitar su geografía; de obtener los recursos para la vida; de cerrar o abrir pasos físicos – el canal de Panamá para citar lo evidente – y simbólicos mediante fronteras ideadas para aislar a los empobrecidos de siempre.
Un mundo diseñado que hemos heredado de la historia pero también un diseño que podemos cambiar si ponemos en crisis nuestros mapas culturales.
Y una sociedad mundo que aún no se libra de las tensiones raciales, religiosas y económicas heredades de la modernidad.
Una era que se caracterizó por la pretensión de uniformar la experiencia humana detrás de los valores de una cultura superior – la occidental – a la cual el resto de las comunidades debían aspirar para salir de la barbarie y el atraso.
En nombre de esa superioridad cultural se cometieron atrocidades de todo tipo: el nazismo y el stalinismo fueron, en algún sentido, la consumación técnica de esos «ideales».
El vaciamiento cultural de los pueblos sometidos fue la regla de la modernidad. Y eso no ocurre sin costos humanos de todo tipo, incluso para el dominador.
Necesitamos construir un nuevo paradigma que haga posible una multiculturalidad global más preocupada por la convivencia que por los flujos financieros. Pero esto no se hace volviendo al medioevo como proponen integrismos varios. Extremismos de distintos y enfrentados colores que sin embargo son socios a la hora de impugnar las nuevas convivencias posibles.
Promover – por caso – la guerra civilizatoria contra el islam es tan reaccionario como destruir las estatuas de El Buda, decapitar gente frente a las cámaras, masacrar cristianos, negar derechos básicos a los tibetanos o mutilar mujeres.
La gran pregunta para hacer cultura en el marco de esta crecientemente conflictiva multicultaralidad global es ¿Cómo procesamos la diferencia?
Anclados en el pasado, como única dimensión de análisis, solo caben el miedo, la violencia «preventiva’ y la venganza. Seguir quemando brujas y lapidando Magdalenas.
La única salida es ser capaces de diseñar una globalidad multicultural tan respetuosa de la diferencia como firme en la defensa de un piso mínimo para la convivencia: la declaración universal de los derechos humanos. U otra si esta resultara insuficiente pero alguna capaz de establecer un nuevo diseño para vivir mejor en un mundo mejor.
Pero al mismo tiempo necesitamos reescribir simbólica y materialmente el espacio local; la comunidad próxima, la del vecino de la otra cuadra porque es en esa instancia donde se juegan los aspectos más concretos de la vida: nacer, alimentarse, amar y morir. La digitalización del mundo no puede reemplazar la materialidad de estos actos. Podrá informarla, ampliarla en algunos aspectos, conectarla pero finalmente necesitamos tocarnos, sentirnos, olernos; allí nuestra corporeidad sigue pesando como en los albores de la especie.
No es posible imaginar el desarrollo del espacio tiempo local prescindiendo del espacio tiempo del mundo como no es posible lo inverso. Y ese desarrollo tiene una dimensión cultural de la cual el hacer cultura no puede desentenderse; aunque quiera.
Tiene, el hacer cultura, también un despliegue instrumental: cómo lo hacemos, con qué herramientas, qué conocimientos y habilidades necesitamos poner en juego.
Desde el artista que auto-gestiona su propio obrar hasta el administrador cultural de los grandes presupuestos son muchas las denominaciones que utilizamos para designar a las personas que se ocupan de hacer cultura.
La producción artística y cultural; la promoción sociocultural; la gestión cultural; la administración cultural son especificidades que con demasiada frecuencia son tratadas como meras sinonimias de un mismo hacer y que, sin embargo, son diversas aunque falte delimitar adecuadamente sus competencias.
Una delimitación que va mucho más allá de la precisión académica: son las partes necesarias de una cadena de valor que bien gerenciada tiene una enorme significación.
En primer lugar porque genera el sentido de comunidad, destino compartido, necesario para la convivencia planetaria. Y también porque supone recursos económicos, puestos de trabajo y proyección hacia los mercados globales.
Muchas de las personas que participan del hacer cultura se horrorizan cuando hablamos de gerenciamiento, cuotas de mercado, participación en el producto bruto y otras consideraciones económicas.
Pero lo cierto es que los mercados culturales representan entre un tres y un cinco por ciento de la economía global. Las variaciones en el número tienen que ver con la diversidad de fuentes y metodologías para realizar estas mediciones.
En cualquier caso vale la pena, para encuadrar el debate, recordar que según García Canclini el
complejo audiovisual es el segundo rubro de exportaciones de los Estados Unidos. Que el mercado cultural global beneficia en primer lugar a USA con una participación del 55%; a Europa con un 25%; a Japón y Asia con un 15%. Y que América Latina obtiene sólo un 5% de ese mercado.
Por eso cuando hablamos de hacer cultura debemos incluir esta dimensión económica no porque reduzcamos la cultura al mero mercadeo sino para obtener, también nosotros, los beneficios de nuestro trabajo. Y para que el diseño de ese mundo multicultural del que hablábamos párrafos atrás no se haga sin nuestras voces y sensibilidades.
En términos instrumentales necesitamos entrenar nuestro hacer cultura en todos los planos y niveles; un proceso que en nuestra región comenzó hace apenas algunas décadas y de el que ya es tiempo de hacer análisis, obtener conclusiones y afinar nuestro desempeño. Sobre todo con miras a lograr la profesionalización de quienes se gradúan en nuestros institutos técnicos y universidades.
Capital humano muchas veces desaprovechado por la persistencia de una visión de muy corto alcance del hacer cultura que reduce las instituciones culturales a meros adornos del poder político, social y económico.
Por último el hacer cultura tiene un diálogo académico que seguir construyendo con las ciencias que pueden dar sustento a sus capacidades: las ciencias del poder – derecho, economía, ciencias políticas – las ciencias sociales en general con un acento mayor en la antropología y la historia y con la estética en tanto meta discurso sobre los lenguajes artísticos.
Un diálogo destinado – si cupiera, el debate no es menor – a construir su propia especificidad científica.
El hacer cultura es hoy una práctica de innumerables rostros, necesitada de delimitaciones más precisas en sus especificidades; en pleno proceso de profesionalización y que está debatiendo sus necesidades y potencialidades académicas. También una actividad económica crecientemente significativa. Pero sustancialmente es una actividad que construye sentido para vivir en plenitud; para ser humanidad. Sin la dimensión del sentido de la vida, el hacer cultura queda reducido a una mera técnica.