Hacerse el bocho
El rimel sobre las pestañas y esos ojos del color que sean y la palabra que exhala vapores mentolados aunque un cigarrillo extra large imante el aliento de tabaco chamuscado.
Él se hace el bocho.
Los gestos del vacuno macho recién afeitado o, recién desalineado que adornan ese diálogo perfecto y los vapores de sus palabras en ese bar de Castelar sobre las mesas en la vereda… Ella se hace el bocho.
Él no se banca la íntima excitación no dicha literalmente y en ese frente a frente para con ella, cambia de aposento y se arrima a ese lado… cercano de actitudes.
Ella ríe de cualquier cosa, o sea, ríe de todo, hasta de sí misma, sabiendo que, en esa pulcra intimidad, sus jugos vaginales transpirarán un ramificado “No”… pero un evidente “Sí” trasmutará en ese tete a tete cuando los pelos del pecho muscular-varonil toquen pegadizos esas tetas paraditas de ansiedad.
Él se sigue haciendo el bocho; y ese café inicial con sabor tabacal e impregnada humareda, troca por ese pseudo alcohol con papas fritas al spiedo en ese termómetro que gime y gime pero que, todavía, la espumita no puede rebasar el envase.
Ella desvaría sueños hechos realidad y sus uñas pulidas por un gran escultor, aceptan esos dedos masculinos prolijamente cuidados con sus vellos acompasados como ternero balando y temblando su boca, al son de la ubre femenina, que finalmente lo amamantará en su deseo.
Él se hace el bocho en la varieté del cine continuado del barrio que lo vio nacer; y en esas cinco películas que se invirtió para su sapiencia en el despertar sexual, se vio una en donde mujer y chabón se refregaban en una cama un largo rato y se decían boca a boca: ¡Ah, ah, ah, ah!!! … Y luego se fumaban un pucho y hablaban de cualquier cosa.
Ella seguía viajando dentro de su cráneo y esa felicidad íntima, parecía resquebrajar los tres milímetros del hueso que la envolvía, quería más, necesitaba más, y entonces se animó y le tomó la mano, que él, exclusivamente él, cedió complacientemente como si estuviese metafóricamente introduciendo su pene en la jugosa caverna resbalosa de ella, su futura e inmediata complementadora de inmensidad necesaria y amorosa.
El mozo les trajo una cerveza más como si fuese el acomodador de ese cine ilustrado con una ignota linterna para acompañar a un nuevo/a solitario/a frente a esa hipotética pantalla del cine barrial; esa botella fría de cerveza recontra espumante, al contrario de su frescura congelante, aumentó ese indescifrable líquido que subía y subía ese termómetro que todavía no alcanzaba a explotar.
Ella y él… se hacían el bocho, y en esa mesa del centro del barrio del Oeste, los demás viajeros de la zona se dejaban llevar por las fragancias de la relajación lugareña y, cada islita del diverso paisaje nadaban cada uno en su piscina, una gigantesca oleada delimitada en un moderno miniclima que equilibraba la balanza sin mirar a quien.
Ella y él partieron de ese lindo y obligado barcito del centro, subieron a ese aparente nuevo vehículo de cuatro puertas y gomas gastadas… A nadie le importó. El mozo limpió con su escoba trapera esa mesa llena de recientes energías enamoradizas y pegajosas ganas mutantes de amor.
Las voces raspadas de a dos en tantas e interminables mesas jamás sucumbieron bajo el tintineo de tasas, vasos y botellas que ese mozo de chaqueta blanca y botones de metal trataba de blanquear bajo la fragancia lavandera de su trapo rejilla.
Por Pablo Diringuer