Junto a la comunicación, una de las pasiones de esta columnista (antes llamadas “vocaciones”, que nos indicaban por qué carrera tradicional optar) está la palabra. O el lenguaje, el idioma, el habla (no estrictos sinónimos, lo sabemos). Por no decir la lengua: el chiste fácil nos obliga a aclarar la naturaleza de esa pasión. Me ha pasado.
Como nunca antes, las redes están inundadas de obituarios que dan cuenta de la muerte de amigos o compañeros de trabajo o famosos, otros que informan que se han contagiado. El horizonte más claro de salida lo ofrece la inminente llegada de vacunas –que nuestro país recibe y en gran cantidad-, que han demostrado ser efectivas para evitar las fases más graves de la epidemia.
En la Argentina, mientras muchos gobernadores miran para otro lado, la tilinguería clasemediera insiste con sus fiestas clandestinas y los laburantes no tienen otra alternativa que seguir viajando como ganado por falta de controles o “relajamiento” de costumbres, sobre todo en el ámbito de la ciudad de Buenos Aires.
Hay profusión de odiadores, formadores de odio, comunicadores antimedidas dictadas por el Gobierno nacional, desinformadores y mentirosos para todos los públicos. Muchos ignorantes, todos bañados en impunidad. Cada uno le habla a un sector definido, determinado, al que sabe que llega. Desde conductores de programas bailables que intentan carpetear en vivo a los sanitaristas que le señalan la falta de protocolos, con propuestas que atrasan veinte años para llevar niños –en plena pandemia- a contar chistes a un estudio de televisión. La nieta de almuerzos y cenas. La bella exchimentera que desafía a la ciencia al beber en cámara una sustancia prohibida, la misma que ejerce apología del delito al dirigirse al Presidente con amenazas de incendiar la Casa Rosada. El Dipy, a los suyos. Los del histórico medio de la oligarquía, hoy con canal propio solventado por Macri en sociedad con su amigo el primer mandatario de Paraguay, canal que importó los gorilas más feroces, inescrupulosos y mentirosos de los otros medios hegemónicos. El fútbol, un mundo aparte, que puja por imponer un campeonato como sea. Y el descarado y nunca visto antes lobby por una de las marcas de vacunas.
Ausencia absoluta de ética y solidaridad en la toma de conciencia de que se trata de algo urgente, decisivo, imprescindible: aislarse, evitar contagios, quedarse en casa representa el básico y necesario cuidado colectivo, porque la pandemia está al borde del fatídico descontrol. Que nos puede matar. A nosotros y a ellos. La propagación del virus generó la necesidad de encontrar palabras que explicaran la nueva y dramática situación. Un estudio reciente de la Universidad Nacional de General Sarmiento detectó desde diciembre de 2019 la incorporación de, por lo menos, 30 nuevas palabras como cuarentenear, coronacrisis, aplausazo, cuarentenoso y hasta macrivirus, que, según los investigadores, alude a “comparar en términos negativos el mandato del expresidente con la pandemia”.
La pandemia trajo muchas novedades. También su propio campo léxico. Palabras muy conocidas como “barbijo”, que se circunscribía a los quirófanos, puebla los carteles con ofertas o los zócalos televisivos y admite una especie gemela en “tapabocas”. O algunas menos conocidas: “letalidad”, que hemos aprendido a distinguir de su prima famosa “mortalidad”.
A la vista de estadísticas y números diarios, hemos adquirido algunas frases: si seguimos con un “aplanamiento de la curva” o si, en cambio, ingresamos en “el pico” y se verifica un “crecimiento exponencial”. Aprendimos a reconocer la distancia conceptual entre los “casos sospechosos” y los “casos confirmados”. Y qué hablar de la “inmunidad de rebaño”: augurar que quienes ya tienen los anticuerpos necesarios funcionen como una barrera para impedir al virus atacar a quienes son todavía vulnerables.
Frente a todas ellas, hay una palabra que todos conocíamos y que es nodo y terminación de diversos campos léxicos. Una palabra que nos impone, en definitiva, comportamientos voluntarios o compelidos. Una palabra que nos resuena cada vez que hablamos de la pandemia. Una palabra que organiza todas las otras palabras que estamos usando sobre el asunto.
Esa palabra, “fase”, acompañada de un número, ordena nuestra realidad del momento, nos enseña un escenario más amable o más esquivo. Y define nuestra expectativa de cambio y de retorno. O sea, cuándo se puede cortar con el presente e ingresar, por fin, en una “nueva normalidad”.
Tomamos un textual de Carlos Ulanovsky en Tiempo Argentino: “En un tiempo en que las palabras no alcanzan para tanto miedo y dolor ya hay, por lo menos, dos frases que, con carácter de emblema, cruzaron el insano aire de estos últimos 15 meses. Una es la que Alejandro Dolina le dedicó a una periodista de televisión, pero que le cae a medida a muchas otras y otros peligrosos chocadores de la realidad desde los medios: ‘No se pongan a pensar si no están acostumbrados’, le recomendó. La otra le pertenece a Víctor Hugo Morales que, en plena internación por coronavirus, tras el resultado de un análisis, descubrió que, en estos tiempos, ‘positivo es una mala palabra y negativo es una buena palabra’.
Muchas nuevas palabras y expresiones que no existían llegaron para quedarse y para aportar un poco de sentido a la incertidumbre. Del barbijo al alcohol en gel pasando por confinamiento, período de incubación, trabajadores esenciales, distanciamiento social, propagación comunitaria, curva de contagios, vector viral, teletrabajo, protocolo, nueva normalidad, asintomático, burbuja sanitaria, zoompleaños y tantas otras. Un interrogante crucial es qué pasará con ellas. Según los expertos de la Universidad de General Sarmiento, “quizás algunas queden olvidadas, pero otras se incorporarán a nuestro léxico”. Y agregan: “Ante una situación extraordinaria, de fuerte cambio y shock social, se requiere no sólo de nuevas denominaciones para fenómenos nuevos, sino también de neologismos emotivos, de autor o lúdicos, que permitan expresar las sensaciones de los hablantes”.
Algunos de esos neologismos son, acuñados en cordiales fuentes anglos, coronials y pandemials, aplicados a los niños felizmente nacidos en pandemia. Cuando crezcan podrán contarlo y decir que cada uno de ellos fue un coronabebé.
Sin embargo, para la desinfodemia -pánico social generado por la propagación de noticias falsas que circulan rápida y masivamente-, no hay vacunas que se hayan inventado todavía, ni rusas, ni chinas, ni inglesas. Ni ninguna otra buena palabra.
Vaya nuestro recuerdo para el Negro Fontanarrosa, que sostuvo en el acto de apertura de aquel Congreso de la Lengua en Rosario, que tanto disfrutamos: “La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quien las define como malas palabras. Lo que yo pido es que atendamos esta condición terapéutica de las malas palabras, una amnistía para las malas palabras e integrémoslas al lenguaje porque las vamos a necesitar.”
Habrá que ver dónde se ubicarán esas palabras de la pandemia.