Diametralmente opuestos. Ella y yo, con los barbijos puestos a la espera de esa cerveza en ese joven bar justo frente a la plaza Irlanda que nos conmueve de espontaneidad mientras miramos displicentemente el agitado dulzor de los raleados deportistas ahogando gotas sudoríficas bajo las sombras del otoño que se extingue.
La mirada nos dice mucho más pues el exhalo de palabras a través del cortinado teatral del tapado vocal, impide eso, el normal gesticular que todo lo da a entender acompasando el delicioso gusto del discurso íntimo de variedades, esto es: ese 70% del gusto visual y el 30% restante que nos convence y completa la perfección de pieles electrificadas de sensaciones con ganas de fusión «eterna» de epitelios; ella sonríe por algo que dije, y sus labios logran desquitarse esa especie de corpiño labial justo cuando el mozo trae esos larguiruchos vasos con pelos espumosos y blancos que todo lo completan; los maníes destilan cascaritas y el viento otoñal completa la escena desvistiendo protocolos de la hipotética careta que ha dejado de ser desde el momento que nos dimos cuenta que algo «nos pasaba el uno con el otro». Me gusta escucharla cómo me dice las cosas que no sabemos hasta que cualquiera de los dos proponemos, y entonces, ese raro dique de contención que sostenidamente poseemos desde épocas «ha», resquebraja la compuerta y… ese agua destilada y pura de ganas nos dice y refleja lo que hasta ese momento no ha sido permitido vaya uno a saber por qué. Le interesa lo que le digo; me interesa lo que me dice… y tenemos ganas de mucho más y que venga lo que venga que no existe sobre la faz de la Tierra ningún grifo permitidor de filtraciones que impidan lo que siento aún esas asombrosas diferenciaciones que la vida nos concedió a la espera del impacto que cuando ocurra, nada lo podrá evitar ni dejar de sonreír en la cicatriz que fuere. Y el impacto resulta ser en ese mismo y exacto momento, y sin ese espantoso barbijo que obliga a imaginar gestos; nos vemos tal cual somos y actuamos en consecuencia: alguna música nos acaricia en todo su esplendor y nos animamos a entrelazar las manos en esos lados opuestos de la mesa y los cuatro ojos brillan espejando la noche que ha empezado a caer sobre el destemplado otoño.
Nos miramos casi sin parar a través del cortinado de palabras que nos envuelve mientras el alcohol es el lubricante exacto de lo que nos queremos decir y ese raro freno prejuicioso no es que no lo hubiese permitido, pero ese latido lleno de ganas agradece infinitamente el resbaladizo tobogán de palabras correspondientes de placer. Todavía no nos declaramos ningún «te quiero», sin embargo, ambos sabemos que pocos, muy pocos milímetros nos separan de ese trampolín superador de sensaciones y cada minuto transcurrido en la interacción de novedades sentimentales, inevitablemente confluirá en esa tan agradable fusión de ansiedades prevalecientes de «a dos» y el surgiente labio imantado de vapores y gustos que muy placenteros acompañarán los tantos olores y abrazos y brazos ya sean éstos desde la cintura o cualquiera de esas partes reveladoras y relevadoras del contacto del dar.
Qué lindo. ¡Qué lindo!!! Esas dos palabras, tal vez algo oxidadas en el fondo de mi diccionario de posibilidades y acreencias sensibleras ha ocupado impensadamente la primera plana de mi diario favorito.
Todas las mañanas entre bostezo y bostezo y el estirar el crujido de mis ligamentos, no hace más que acompañar la imagen de ella con sus asombrosos dichos y elucubraciones de su parecer femenino que prende esa asombrosa llama del mechero de ganas y el teléfono celular aparece con ametralladoras disparadas de palabras al son del suave repiquetear como timbres de más que agradables algodones acariciadores.
Llamarla, para mí, es… una especie de inquietud, algo sobresaliente en el mar de la vida en donde luego de nadar y nadar, la ola de ella me catapultó a esa más que agradable orilla sensacional de arenas bien blancas y luminosas. Así como también, cuando ella invoca mi número, mi teléfono suena con una música nuevamente inédita y mi inmediata imaginación es una previa continuación del placer de escucharla.
Muchas veces hube de oír frases armadas quién sabe por quién, en donde siempre tuve sospechas de los por qué y basados «en el qué», pero en lo que a mí respectaba del momento sentimental que me incumbía, la hube de tomar: «En el momento menos esperado… el sol aparece»… Y sí… a la vuelta de la esquina quién sabe con quién me habría de topar…
Ya hacía poco más de dos meses que los llamados telefónicos; los besos, los abrazos, las palabras amorosas y los olores característicos de ambos, formaban parte del cotidiano amanecer, y si bien, no compartíamos sitios per noctámbulos, la necesidad de frecuentarnos era por demás evidente, tanto fue así que, ese inmediato devenir de fin de semana habíamos acordado en pasarlo juntos en una cabaña de unos amigos de ella por la zona del Tigre. Todo sonaba a la perfección y sólo faltaba «acordonar los zapatos» que nos dieran la posibilidad de transitar hasta el lugar en cuestión. Ella era de la idea de viajar solos y tomarnos una lancha desde el mismo puerto del Tigre y desechar cualquier otra posibilidad de compartir el viaje con alguien. Así fue que en esa semana previa al acontecimiento, todo estaba puntillosamente preparado para el ansiado encuentro; me había llamado la atención que, ese día jueves anterior al inmediato devenir no hubiese tenido un llamado de ella, pues entonces, en el día viernes subsiguiente la llamé temprano, bien temprano, y luego de sonar varias veces, finalmente me atendió. Su voz parecía como raspada por una gruesa lija de carpintero; me dijo que tenía fiebre y que su cuerpo estaba adolorido y su cabeza estaba entre flotantes dispersos de pensamientos hasta delirantes de objetividad y que el médico que la hubo de atender de urgencia le había hecho un hisopado con resultado positivo del virus de moda.
Luego de sus palabras vino el silencio y no hubo caso de mi parte de convencerla de algo de algo, hasta hube de percatarme a la distancia telefónica que su miedo también era mi miedo y de nada servía ni serviría el que tomara de mi parte alguna actitud llevadera para con su inmediato devenir, lo único que animó a susurrarme fue el sugerirme que me hiciese de manera urgente un estudio de mi estado.
Quedamos en mantenernos al habla de manera constante, y a la mañana siguiente, la llamé antes del mediodía, luego de hacerme ver por un profesional de la salud, el cual me hizo el básico hisopado de lo mío, que me dio negativo. El celular de ella, pudo recibir mi mensaje aunque no hubo respuesta inmediata. Varias horas después, mi mensaje fue respondido; una muy amiga de ella respondió los mensajes y me dijo que el estado de ella se había agravado de manera exponencial y rápida, y que en ese momento se hallaba en la terapia intensiva de la clínica de su obra social y que se hallaba con respirador artificial. Pasado el fin de semana de ese ansioso Tigre, ella se despidió de este mundo. Su amiga íntima me dijo que había escuchado uno de los tantos mensajes grabados en su celular y me dijo que ella, era muy distinta a mi modo de ser, que no entendía pero que, al mismo tiempo la alegraba sobremanera el hecho de haberla visto tan feliz conmigo… luego el silencio fueron inmensas palabras que ni siquiera llenaron el vacío que derrochaban esas gigantes olas de ella, que a partir de ese instante eran unas simples cenizas que ni siquiera su olor impregnaba un ápice del desasosiego… luego me puse a llorar y esa humedad tangible de sensaciones sólo hibernó mi tallo semejante de un malvón en una oscura maceta del lúgubre pasillo gris de mi viejo hogar.
Por Pablo Diringuer