Qué quilombo hay en todos lados. Los kioscos parecen pelados sin pelucas y los espacios semi vacíos se adornan con beneplácitos conformes en la repetición de energúmenos objetos que no consiguen atraer una nueva gana de ningún anhelo.
Ella vive sola en su departamento de zona norte y… nos vemos muy de vez en cuando en estos almanaques de infectos contagios, es como que nos hacemos una auto-prohibición de las ganas que nos fluye. Hizo exactamente el mismo tiempo de la cuarentena que no nos tanteamos rostros y las palabras -las nuestras- dejaron por un instante ese sonido inalámbrico que todo lo conecta.
Yo la vi tal cual y ella, también me lo dijo; por ahí, nos mentimos piadosamente y esa ventisca que nos erosiona todo el tiempo dejó su huella en estos pocos más de tres meses en que no nos hipnotizamos de simpatías y gustos saboreados del uno hacia el otro, pero básica y verdaderamente nos confesamos las ganas de nosotros y que se vaya bien a la mierda la pandemia y los gérmenes que provistos de gilletes se empecinan en cortar lo que venga, hasta esas tremendas ganas de sentir los rugosos labios.
No hay bares, ni tampoco esos cementados bancos de plaza permiten enfriar culos amuchados de ganas de juntar; podría ser el domicilio de ella o el mío, y si bien vivimos lejos el uno del otro, también es cierto siempre hay algún vecino o allegado que terminó con un termómetro bajo la axila o simplemente la sirena hospitalaria sonó al volumen diez y esos experimentados guardapolvos blancos barbijeros golpearon puertas e incautaron ganas por doquier para trocar por una enfermera hospitalaria que todo lo promete y quien sabe qué final se cumple.
Ella y yo, caminando por la avenida Cabildo y el vacío ambiental casi que se combina con los baches dialoguistas que irrumpen en ambos; tenemos ganas de todo, pero no hacemos nada y el zumbido de los relojes digitales marca un nuevo espacio sin llenar de vida, en tanto el derroche, el dejar fluir lo que venga, se transforma en un viento empujado por un vetusto ventilador que empuja y empuja. Me gusta ella y ella, de mí. Nuestras manos de a ratos se juntan dialogando de sentidos que quieren enchufar electricidades para seguir y seguir… Así transcurre ese esporádico encuentro en el que languidece una especie de día domingo sabiendo del inmediato lunes que todo lo obliga de un inicio semanal por demás rutinario. Y yo sin ella. y ella sin mí. ¿Viste la película ésa de Netflix de la mina que cayó del helicóptero en el medio de la selva? -ella estalla de alientos acordes a mis fosas nasales de interés- ¿Te diste cuenta cómo en medio del acoso salvaje sobrepuso sus sorpresivos desarreglos?
Ella y sus metáforas y yo el interlocutor de viaje por el espacio sideral y mi nave que cobija mi soledad ambiental mientras esquivo meteoritos a la espera de posar mi Ser aunque sean esos cinco minutos de un café en la locura de tantos y tantos bares cerrados. Extraño, siempre extraño, el saber que después de tantos viajes ella también me extraña y esa carta voladora que constantemente nos enviamos nunca ese cartero la lleve al buzón exacto que nos alegre la existencia que nos habita.
Por Pablo Diringuer