Al alba del 6 de agosto de 1824, cerca de Lima, en la pampa de Junín, el general realista Canterac parecía retirarse con su ejército de 2.700 infantes y 1.300 jinetes a marchas forzadas por el Sur del lago Junín. En unas horas estuvo en el llano y desplegó su caballería en vanguardia.
Bolívar venía persiguiéndolo, pero, retrasado por su infantería, una parte de la cual –mandada por Sucre- ni siquiera estaba a la vista. Con sus escasas fuerzas, llegó a una elevación después del mediodía, advirtió la retirada realista y mandó cargar al general Mariano Necochea con sus 900 jinetes sobre el enemigo. Los patriotas quedaron encajonados entre el cerro y una zona pantanosa y se vieron en una encerrona. Canterac advirtió su ventaja y ordenó atacar al frente patriota. Necochea y su caballería pudieron salir de su incómoda posición, pero no llegaron a desplegar todos sus escuadrones cuando ocurrió el encontronazo.
El choque fue tremendo. Las tropas de Necochea (incluidos los Granaderos a Caballo de los Andes al mando de Alejo Bruix), llevaron la peor parte y el comandante fue derribado de su caballo y tomado prisionero, con graves heridas, junto al coronel José de Olavarría. Necochea sufrió 4 sablazos en la cabeza, dos en el brazo izquierdo (tan serios que le costarían la amputación), dos en el brazo derecho, con la pérdida de tres dedos, dos heridas en la pierna y otro par de sablazos en el torso, uno de los cuales le perforó un pulmón. Por su estado no participaría cuatro meses después en la batalla de Ayacucho, pero su hora aún no había llegado.
Sólo los Granaderos de Colombia que mandaba el general Braun pudieron desbaratar un flanco realista y llegaron hasta la retaguardia de Canterac. El centro y la izquierda patriota fueron arrollados, por lo que la caballería peruana del general Miller y la colombiana del coronel Lucas Carvajal tuvieron que replegarse, perseguidas por el grueso de los realistas. Alarmado, el Libertador retrocedió a apurar a su infantería.
Mientras el estado mayor de Bolívar trataba de controlar los daños, para convertir la inminente derrota y un desbande de sus tropas en una retirada más o menos ordenada, el comandante argentino Manuel Isidoro Suárez esperaba en reserva con su primer escuadrón de Húsares del Perú, emboscado detrás de un recodo del camino. Era parte de las tropas de Miller, que venían reculando al galope perseguidas por los españoles.
El general José de la Mar, jefe de la división peruana, vio la situación y le ordenó a un ayudante de campo, el mayor José Andrés Rázuri: “Vaya y diga Ud. al comandante Suárez que salve a ese escuadrón como pueda”.
Por un golpe del azar, audaz desobediencia o intuición temeraria, el mayor Rázuri alcanzó a Suárez y -malinterpretando o desobedeciendo las órdenes que le habían dado- le dijo que cargase sobre los perseguidores con su escuadrón. Procedió el comandante argentino y los Húsares del Perú cayeron de improviso sobre el flanco de la caballería realista, desconcertando a sus oficiales y desbandando la persecución.
Los jinetes se mezclaron en confusión, chocaron los sables y las lanzas con su reguero de heridos y muertos, la lucha fue durísima. El coronel Carvajal que huía con sus húsares colombianos, volvió grupas y -en un ataque demoledor- las tropas argentinas, colombianas y peruanas dominaron la escena y se adueñaron del campo de batalla. Los realistas fueron arrollados hasta su propia retaguardia, donde un desconcertado Canterac ordenó la retirada, con el desaliento de sus veteranas tropas.
Todo duró 45 minutos. Los españoles dejaron 254 muertos y 80 prisioneros, mientras los patriotas sufrieron 45 muertos y 99 heridos, entre ellos 8 muertos y 17 heridos de los Granaderos a Caballo de los Andes. Suárez no sólo dio vuelta la suerte de la batalla sino que también rescató a Necochea, malherido pero vivo, y a Olavarría. Bolívar llegó con su infantería cuando la suerte de las armas ya estaba echada.
Poco después, el general De la Mar mandó llamar al mayor Rázuri y lo amonestó por su desobediencia: “Debería fusilarlo, pero a Usted se le debe la victoria”. El brigadier español Andrés García Camba dijo que en menos de una hora «la brillante caballería real perdió todo el prestigio y la reputación que había ganado en las gloriosas campañas anteriores».
El Libertador condecoró a los Húsares del Perú con el nombre de Húsares de Junín y ascendió a Suárez a coronel. Apenas eran las cuatro de la tarde del 6 de agosto de 1824 y reinaba el silencio a 4.100 metros de altura, en la pampa de Junín, solo quebrado por lamentos y quejidos de los heridos, algunos de los cuales murieron por el intenso frío de la noche, contó el general Miller en sus memorias.
La gloria y el honor acariciaron el alma de los vencedores, pero la desazón y el olvido siguieron la retirada de los derrotados. No había poesía ni cantos de los dioses en el llano de Junín, nunca los hay de verdad en los campos de batalla. Todo había terminado, en la más grande batalla de caballería librada por la Independencia americana, ganada sin disparar un solo tiro, en 45 minutos a puro sable y lanza.