Llueve. En ese patio cerrado a modo de pulmón de la casa del barrio de Caballito, las macetas se inundan lentamente mientras algunas hormigas huyen sin paraguas con la salvedad de sus impermeables caparazones que todo lo resbalan.
Quedarme pensativo frente al paisaje es una gran motivación a mi viaje; me gusta atrever el sinceramiento a la idiotez de mi libertad; el gato rubio casi invisible de silencios se enreda por entre mis piernas e imprevistamente acompaña mi espontánea locura. Somos dos estatuas una al lado de la otra contempladoras bajo ese alero que todo lo chorrea y ese ruido del agua reventando mosaicos nos enternece con la vista fija en la nada. Es un día domingo de navidad colorada de almanaques y el desierto de adoquines post noche buena, adorna cadáveres de fuegos artificiales y botellas vacías de todo tipo diseminadas a la marchanta.
El gato rubio planea alguna táctica a saber y convencer a mi persona para que me digne a bajar ese picaporte de la puerta desembocadero hacia la libertad: la calle no es lo mismo que la prisión de este lado de la misma bajo ese miserable techo corto de inquietudes. Él continúa con su constante viboreo en esa especie de túnel simulado entre mis dos piernas; de a ratos se detiene y, otra vez estatua, semejando mi quietud viajera; de a ratos también, me señala con su mirada esa puerta cerrada de su prisión constante de aburrimiento. Pienso que soy su carcelero y mi llavero tintinea dentro de ese pequeño bolsillo al moverme unos instantes; él nuevamente apuesta su sigilo hacia el portón raspado de movimientos de ese otro lado lleno espectáculos gratuitos y de todos los colores.
Pero no; la puerta no se mueve, yo sigo colgado en un pensamiento al más allá de esas fronteras que él promueve en disputa, y otra vez agita su íntimo entusiasmo y lustra mis botamangas con el cepillo de su cola. Sé que soy su todo poderoso amo y me conduelo que así sea y hasta llego a pensar que si fuese al revés, él no tendría ningún inconveniente en asirme el inefable picaporte.
Como un esporádico y sugerente recurso, me agrega un bostezo casi tanto como para convencerme que el aburrimiento lo mezcla con la abulia que tanto lo empieza a molestar y hasta comienza con algunos maullidos implorantes pero también reiterativos y semejantes de una cierta actitud imperativa y de exigencia, ya sus reiterados firuletes por entre las piernas fueron mutando a clavar sus uñas y estirar sus músculos asido sobre el cuero de mis zapatos. –Gato guacho –pienso- siempre se las arregla para cortar mi viaje y prestar atención al de él.
En mi viaje aparece por ahí perdido un recuerdo casi ahogado de alguna relación sentimental, pero a él no le importa; lo único interesante de su parte es esa puta puerta que está cerrada y yo poseo la llave. No existe otra en su mensaje de idioma y gestos característicos del felino. Finalmente amenaza con irse hacia otro lugar de esa prisión gigante que es la casa, pero antes, muerde al pasar la lona de la botamanga vaquera y tironea como quien exige una pronta definición al respecto.
Entonces sí, sus gestos muy contagiosos de esas gotas constantes de lluvia terminaron de colmar mi paciencia y mi vaso ha rebasado todo límite. El gato rubio me ha vencido y mi llave carcelera gira en el sentido de su tan ansiada libertad; la puerta se abre y el rubio de cuatro patas y larga cola brinca hacia esa vereda rebotadora de gotas millonarias. Sólo son segundos con sus huellas descalzas sobre el vacío de baldosas resbaladizas de agua veraniega; no hay frío ni las mismas queman de nada, pero el guacho rebota como un resorte y nuevamente ingresa como una flecha por entre mis piernas y se escabulle por el largo pasillo y se pierde en el infinito de la oscuridad de los ambientes. Mi viaje se entrecruza hacia varios lugares y el famoso síndrome de Estocolmo parece apuntarlo con mi dedo índice mental: “La prisión parece ser no tan mala” –pienso-
Las gotas siguen con sus picaduras sobre techos y pisos; como mis pensamientos alrededor de ese amor frustrado bajo ese alero en esa pesadez del verano que se avecina, tal vez deba seguir los pasos de ese gato rubio y desaparecer en el infinito de la oscuridad que todavía no visualizo.