Qué mundo raro el que nos espera; calles con gentes pensando en otra cosa; esas raquíticas mesas de bares sobre las veredas cobijando algún vapor de amigos o lo que fuese; hospitales diametrando manos asfixiadas de socorros, escuelas simulando desiertos silenciosos con algún viento barredor de corredores y frases sordas en pizarrones ilegibles.
También los automóviles se miran con sus caras y culos olfateados sobre esas aceras inundadas de quietismo y en esos contestadores automáticos de las compañías aseguradoras retumban frases como ¿Por qué debo pagar tanto de seguro si casi no uso el vehículo?
Los trenes semejan gusanos cienpiés con panzas vacías y sus huellas apenas desoxidan el andar cansino en ese ida y vuelta reiterativo que aburre por más barrera despertadora de un peligro que ya, casi es una maqueta.
Dicen que los pajaritos, sobre todo los gorriones, todavía no se animan a desplegar alas con más libertad, vaya uno a saber si por falta de aires más respirables o esos rayos invisibles de telefonías que traspasan futuros cadáveres y lastiman sin percatar; pero ellos algo saben y lo comunican a su manera y sólo se animan a escupir cacas colgados en esos vetustos cables adornadores sobre la mugre ciudadana.
De chico miraba a esa gente grande que salía por el barrio provistos con esas bolsas de redondas manijas para ir a esos almacenes o panaderías o verdulerías y en ese circuito rutinario de compras todos se veían con todos y la fluidez de las palabras rondaban lo mundano, lo archiconocido y hasta repetitivo de esa cotidianidad hasta casi vetusta del que ha vivido… Hoy somos todos viejos y un trapo nos tapa labios y dientes y el aliento embauca filtrado el sinsabor del olfato y hasta el sonido semeja opacando palabras casi silenciosas de un murmullo para nada amoroso, solamente algún tizne miedoso de enfermedad o muerte mientras las cejas suben por un ascensor hacia las arrugas frentistas.
El interrogante, el interrogante de saber algo más que nadie sepa y salvarse como sea de esta lluvia más que ácida y con algún piloto o paraguas refugiarnos en algún miserable metro cuadrado en que esos pelitos nasales descansen de filtrar y filtrar todo el día esa pudrición que tiene guadañas, cañones, misiles, plomos puntiagudos… desaforados Áliens invasores que vaya uno a saber quién carajo arrojó esa piedra sobre la pulcritud acuosa y esa aureola ya nos está agujereando la carótida.
Tengo la sensación -siempre la tuve- de ser el último de la fila que ante cada turno sacado para la espera, esa ventanilla o ese mostrador me atenderá como éso: el último, esa moneda al fondo de la alcancía cuyo frío metal se cobija pegado a esa lata oscura de fondo sin fondo, toda una gran contradicción que arañará mis carnes para sacarme ese poco jugo que todavía exprime mi existir en lo más rayano de este pestilente mundo.
de Pablo Diringuer