Garrón Kiosquero en Ramos Mejía
Me enamoré de la chica del kiosquito. Ella sabe que dejé de fumar y entonces, cuando me ve, pone cualquier cosa en su mano derecha, y me lo ofrece, como un invisible piloto automático hacia mi persona… Pero yo, invisiblemente… «me enamoré».
Ella no sabe de mi piel ni de mi toc toc latente que rebota en mi sanguíneas paredes internas; ella sólo sabe de su pequeño orden interno en ese metro y medio de perímetro ambiental que la condensa… durante unas diez u once horas por día y su casi eléctrico accionar cuando cualquier persona, enfrente, le pregunta lo clásico de cualquier pedido.
Parada de bondi final en ese periplo hasta Ramos Mejía, sobre la misma avenida Belgrano, a una cuadra de la estación de trenes. La gente dispersa en cantidad y pensamientos multifurcados, arrima gestos impensados y muy al pasar; ella casi que no mira en su derredor, sólo presta atención al que envalentona escuetamente su sentido de palabras al pasar: -¡Dáme un Marlboro box! -dice el reclamante-
Y ella mueve su mano derecha llena de uñas delicadas y tejidos sedosos y otorga ese paquete rectangular previos billetes coloridos.
Cada vez que paso por el lugar, me invento a mí mismo una necesidad cualquiera con tal de provocarme el frenesí de estar parado frente a ella y le pido cualquier cosa, hasta le he sugerido un pedido incierto de condones, de marcas insoslayables de placer mientras me hacía el distraído o el desconcertado sobre el mejor nivel exacto bajo una pseudo mira telescópica a punto de definir el disparo. Ella sigue allí, en ese mini habitáculo rodeada de pequeños paquetitos de dulzuras, tabacos, objetos variados de consumismo y chucherías al por mayor.
Ella sabía que había dejado de fumar, y cada vez que me detenía frente a ella, pero separada por ese mostrador de tribuna caramelera y chocolatera, me observaba con sus cristales oculares con un cierto sesgo interrogante no exento de incertidumbre: -¿Qué vas a llevar hoy, ya que no fumás más?
Y yo, contento, porque –suponía- esa voz bien femenina había reparado exclusivamente en mi masculinidad entre cientos, tal vez miles que divagaban todos los días en ese loquero ambiental y pasajeril de gentes en tránsito.
Imposible que le regalase en algún momento, alguna golosina, tanto como para que ella denotara que algo me pasaba en mi intención; tampoco tenía margen para algún helado de mi parte pues, dentro de ese miserable habitáculo, también existía un socotronco heladeril de marca “Frigor”.
Finalmente, deduje, algo bien simple para atrapar su atención, entonces me desvié de mi ruta cotidiana y pasé por el cementerio de Liniers-Ciudadela y le compré un buen ramo de flores bien empapelado y rociado con ese sifoncito que tenía el florista que hasta parecían recién cortadas del mejor rosedal de la Argentina. Y entonces fui, hacia ese encuentro dando la imagen distraída pero al mismo tiempo, básicamente enfocada hacia su persona.
Cuando me bajé del tren en la estación Ramos Mejía, me quedaba una cuadra hasta ese kiosquito perfumado de chica que me gustaba, y al llegar a esa esquina de la Av. de Mayo y Belgrano, un cordón policial impresionante y vallado por todos lados, me impidió –y les impidió a todos los transeúntes- el paso con esa cara de dureza policíaca en donde cualquier pregunta que uno hiciere estaba por demás fuera de lugar y jamás habría de repetirla pues, de lo contrario, sería un buen caldo de cultivo para ser el sospechoso principal.
Allí, justo en ese lugar de caramelos, cigarrillos, pilas, condones, chocolates… en fin chucherías en general, las fuerzas de seguridad, del orden, y de la ley misma, protegían ese pequeño perímetro inundado de un impresionante desorden imprevisto: había habido un violento robo a mano armada, y… con una víctima fatal.
La ambulancia se había escuchado en la lejanía a través de su sirena –que no era la de ningún mar- y en escasos dos minutos estuvo frente a ese kiosquito desordenado de pequeñeces al por mayor. Luego aparecieron los de guardapolvos blancos y verdes, y la camilla en todo su esplendor, fagocitó la mudez cuerperil del o la individuo en cuestión que acompasó semejante horizontalidad en silencio.
La ambulancia partió muy rápidamente hacia… algún punto del olvido… Luego, una guardia policial de dos uniformados expusieron tiras de polietileno cercando metros de interrogantes. La gente se fue dispersando y la rutina inundó el espectro de costumbrismo. Yo seguía allí con mi ramo de flores transpirado por ese sifoncito del puestero del cementerio; nada daba la pauta de atisbar un cambio en ese rutinario día jueves nublado de cotidianeidad, ni siquiera esa vorágine de vida envolvente, pudo evitar la sequedad de ese desierto que inexplicablemente marchitó mis pétalos.
por Pablo Diringuer