Que haya sueños es raro, que haya espejos,
que el usual y gastado repertorio
de cada día incluya el ilusorio
orbe profundo que urden los reflejos
Jorge Luis Borges
Los espejos sólo adquieren sentido cuando alguien se mira en ellos. Por lo tanto, la historia del espejo es de hecho la historia de la visión, y lo que percibimos en esas superficies mágicas puede proporcionarnos mucha información sobre nosotros: de dónde venimos, qué imaginamos, cómo pensamos y qué anhelamos. A lo largo de toda la historia de la humanidad, el espejo aparece como un medio de autoconocimiento y autoengaño. Hemos usado la superficie reflectante tanto para revelar la realidad como para ocultarla, y los espejos han encontrado un sitio en la religión, el folclore, la literatura, el arte, la magia y la ciencia.
Los espejos han intrigado a los seres humanos desde tiempos prehistóricos. Los antiguos egipcios, indios, chinos, mayas, incas y aztecas enterraban a sus muertos con reflectores mágicos de piedra o metal destinados a retener el alma, ahuyentar a los espíritus malignos o permitir que el cadáver se arreglase el cabello antes de emprender el viaje al más allá.
Desde tiempos remotos se utilizaron también con fines científicos. Cuenta la leyenda que Arquímedes usó espejos para incendiar los barcos romanos durante el sitio de Siracusa, y la polémica sobre la verosimilitud de aquella hazaña condujo, con el tiempo, a la invención de los hornos y generadores solares modernos. Los espejos cóncavos hicieron posibles los primeros faros, y el telescopio reflector cambió nuestra concepción del universo. En la actualidad, enormes espejos nos permiten observar regiones del espacio cada vez más distantes, y la óptica ultraligera nos permitirá llegar aún más lejos.
Desde su nacimiento en la Italia medieval como actividad secreta, y tras el espionaje industrial de los franceses que puso fin al monopolio en el siglo XVII, la industria del espejo de cristal ha adquirido proporciones insospechadas. El vulgar espejo de cristal tuvo asimismo una influencia inesperada y revolucionaria en la literatura y las artes plásticas del Renacimiento a las que imprimió un carácter más realista, secular y erótico.
Un romano rico y libertino llamado Hostio Quadra llevó al extremo el arte de la orgía instalando en sus aposentos grandes espejos cóncavos de metal que aumentaban el tamaño de todo aquello que reflejaban. Séneca, asqueado, describió la escena:
No limitaba éste a un solo sexo sus impurezas, sino que era tan ávido de hombres como de mujeres. Había hecho construir espejos […] en los que los objetos se veían mucho más grandes de lo que eran, con lo que el dedo parecía más grueso y más largo que el brazo; y de tal manera colocaba estos espejos, que, cuando se entregaba a un hombre, veía, sin volver la cabeza, todos los movimientos de éste, gozando como de una realidad de las enormes proporciones que reflejaba el engañoso espejo […] No puede recordarse sin repugnancia lo que aquel monstruo, digno de ser desgarrado con su propia boca, osaba decir y ejecutar, cuando rodeado de todos sus espejos se hacía espectador de sus propias procacidades […] Y como no alcanzaba a verlo todo bien cuando se entregaba a los brutales abrazos del uno, y, con la cabeza baja, aplicaba la boca a las partes pudendas de otro, se presentaba a sí mismo, por medio de las imágenes, el cuadro de su trabajo.
«Repartido algunas veces entre un hombre y una mujer, y pasivo en todo su cuerpo, contemplaba aquellas abominaciones —prosigue Séneca más adelante y añade—: la oscuridad más profunda no basta para velar» los actos que acababa de describir con tan amoroso detalle.
La Lucha por Ver Algo Más
La leyenda maya de la caída del hombre evoca tanto el jardín del Edén del Génesis como los mitos de muchas otras culturas. Al parecer, los seres humanos padecemos un sentimiento universal de pérdida y añoranza, la sensación de que una vez, en un pasado lejano, éramos más sabios, pacíficos y longevos. Más parecidos a los dioses. Pero por alguna razón equivocamos el camino.
Para volver a ser videntes —en el sentido literal de «aquellos que ven»—, los visionarios recurrieron a los espejos mágicos. En Europa, esta práctica antigua se denominaba catoptromancia, o arte de adivinar por medio del espejo. Los adivinos escrutaban espejos oscuros a fin de ver cosas imperceptibles para los demás mortales.
De hecho, los adivinos examinaban superficies reflectantes de toda clase: vasijas con agua, tinta o aceite, espejos, cristales, espadas, uñas, huesos e incluso hígados de animales. Al observar con fijeza un espejo u otro objeto brillante, los médium entraban en una especie de trance que les permitía ver el pasado, el presente y el futuro. A través de estas visiones —que con frecuencia tenían también un componente auditivo— trataban de cruzar el puente que separaba sus conocimientos limitados de la sabiduría de sus ancestros.
La extensión histórica y geográfica de la catoptromancia resulta sorprendente. La practicaron los antiguos egipcios, los sumerios, los hebreos y los chinos. Según los Veda, las púberes indias eran capaces de ver el futuro en un espejo o en una cucharada de agua. Los magi persas —origen de la palabra «magia»— utilizaban espejos milagrosos. Firdusi, el poeta persa del siglo X, describió una sesión de catoptromancia en «La copa que refleja el mundo»:
Alzó la copa y miró.
Vio reflejados los siete climas y
cada acto y presagio de los altos cielos…
En aquella copa el rey mago podía ver el futuro.
Los griegos y los romanos escudriñaban espejos, aguas y cristales mágicos para adquirir conocimientos sobrenaturales. A los adivinos romanos se les
llamaba specularii, de speculum, «espejo» en latín (de donde procede asimismo, acertadamente, el término «especulación»). También los aztecas y los incas buscaron la iluminación en sus espejos de piedra, y algunos descubrimientos arqueológicos sugieren que heredaron esta práctica de sus ancestros. La catoptromancia estuvo presente en casi todas las civilizaciones: mongoles, siberianos, japoneses, tahitianos, gitanos, aborígenes australianos, zulúes, congoleños, etíopes y papúes.
La catoptromancia perduró en doctrinas ocultistas como el neoplatonismo, el gnosticismo, la cábala y la alquimia, que resistieron los ataques de los cristianos y sobrevivieron durante siglos como movimientos clandestinos, ejerciendo una profunda influencia sobre quienes trataban de desvelar los misterios del universo, incluidos muchos de los cristianos. Todas estas tradiciones místicas creían en un ser trascendente al que sólo se podía acceder a través de la magia ritual, una compleja jerarquía de ángeles y demonios y una virtuosa vida de contemplación.
En La ciudad de Dios, escrita a principios del siglo V, san Agustín, investido con el poder de la Iglesia, arremetía contra la adivinación. Sostenía que la magia forma parte «de los engañosos ritos de demonios que se presentan como ángeles». Sin embargo, la práctica de la catoptromancia subsistió, incluso en el seno de la Iglesia. Al fin y al cabo, los cristianos creían en ángeles y demonios, y los «miradores de espejos» se jactaban de poder comunicarse con ellos.
En Rusia, los espejos ayudaban a las jóvenes campesinas a decidir con quién debían casarse. El método más común consistía en acudir a los baños o a una choza abandonada en una noche oscura, con una antorcha y un espejo. A medianoche, tras colocar el espejo ante la puerta abierta, la joven veía la imagen de su futuro esposo. En ocasiones, un grupo de chicas de la aldea formaba un círculo alrededor de la interesada, que recitaba: «Que los cuarenta diablos con sus diablillos salgan de debajo de los troncos y las raíces.» A veces aparecía el futuro marido, pero con frecuencia era el demonio quien se presentaba en su lugar.
Historia de los Espejos – Mark Pendergrast – Vergara Grupo Zeta – 2003