A medida que se acerca la hora de la verdad de la negociación con nuestros acreedores, crecen las expectativas. Del lado del Gobierno se ve el acuerdo con las AFJP, que concentran una quinta parte de la deuda en estado de negociación, como un augurio de que finalmente una alta proporción de los acreedores aceptará la propuesta argentina. Del lado de la oposición se hace notar que sólo estamos negociando aproximadamente la mitad de los casi 200.000 millones de dólares que debemos, ya que la deuda con los organismos internacionales, que se acerca al veinte por ciento del total, se mantiene en su integridad así como la llamada «deuda nueva» contraída después del default, que se paga religiosamente. Tampoco es la oposición tan optimista como el Gobierno acerca de la proporción de los acreedores que al fin aceptarán la propuesta oficial.
La crítica más aguda a la conducta del Gobierno ha sido la del senador Terragno, quien denunció la existencia de un «acuerdo tácito» entre el Gobierno y el Fondo Monetario en virtud del cual «Kirchner proclama que no cederá y cede, pero el Fondo no deja de reprocharle su «inflexibilidad». El beneficio es mutuo. Kirchner queda como héroe. El Fondo logra lo que quiere sin desatar la ira popular».
¿Cómo lograr una visión ecuánime y certera sobre un tema tan importante como el de nuestra deuda externa? Dada su altísima complejidad, nos queda el recurso de apelar a lo que Ortega y Gasset denominó la razón narrativa con estas palabras: «Frente a la razón pura físico-matemática, hay una «razón narrativa». Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia». Para penetrar en la extrema complejidad de nuestra deuda externa, necesitamos contarla.
Nació con la Patria
Los países latinoamericanos nacieron deudores. Eran tantas sus necesidades en un continente virgen y eran tan escasos sus recursos, que acudieron a Europa y en especial al Reino Unido, el gran banquero del siglo XIX. Vivieron al unísono lo que podríamos llamar el apuro del desarrollo.
Pero no siempre se endeudaron razonablemente.
Entre nosotros, la deuda externa nació casi con la patria. En 1824, el gobernador Martín Rodríguez, cuyo ministro de Gobierno era Bernardino Rivadavia, contrajo nuestro primer empréstito con la firma inglesa Baring Brothers. Desde entonces, la Argentina vivió endeudada. Aunque ahora asistimos a su reestructuración con pasión, como si fuera un tema novedoso, el hecho es que la deuda externa argentina acaba de cumplir ciento ochenta años.
Pero el problema central de los países nuevos no es si se van a endeudar -lo han hecho y, si pueden, volverán a hacerlo-, sino cómo se endeudan. No toda deuda es mala. Algunas han servido al desarrollo argentino. Otras lo han interrumpido.
La deuda de 1824 estaba destinada a obras de desarrollo, pero no se usó para eso sino para financiar la costosa guerra con Brasil, de 1826 a 1828. En este último año la provincia de Buenos Aires, que representaba a la Argentina, declaró nuestro primer default. Saldría de él sólo en 1857, cinco años después de la derrota de Rosas en Caseros a manos de Urquiza. Es que Rosas se había negado sistemáticamente a reestructurar la deuda. Siguiendo su ejemplo «nacionalista», Perón pagaría toda la deuda en 1945 con los fondos argentinos congelados en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, pero después no vino el desarrollo.
Detrás del primer tramo de nuestra deuda externa asoman varias lecciones. Es nefasto, por lo pronto, utilizar los fondos adeudados en proyectos no productivos como tuvo que hacer Rivadavia. También es nefasto salirse del mundo financiero internacional como lo hicieron Rosas y Perón, condenando al país al estancamiento.
La Argentina volvió a endeudarse fuertemente a partir de la reorganización nacional de 1853. Pero hubo una diferencia. Esta vez, los recursos externos se emplearon en obras de desarrollo formidables como la educación, los ferrocarriles y los puertos, empujando a la nueva nación a un crecimiento promedio del 6 por ciento anual hasta 1930. El alto endeudamiento puso a la Argentina dos veces al borde de un nuevo default. Lo impidieron Avellaneda, en 1874, y Pellegrini, en 1890. Manifestaron su voluntad de pagar en forma tan rotunda -Avellaneda anunció que pagaría «aun con el hambre y la sed de los argentinos», y Pellegrini dijo que «remataría, de ser necesario, hasta la Casa de Gobierno»-, que dieron lugar a otra de las lecciones de la deuda externa: que cuando el país deudor muestra la voluntad heroica de pagar, gana la confianza de los acreedores y no tiene que hacerlo.
Otro de los grandes peligros de la deuda externa se presenta cuando el mundo se inunda de capitales disponibles y ofrece créditos sin cuenta. Así ocurrió con los famosos «petrodólares» que provenían de la abrupta suba de los precios del petróleo en 1973 y que la banca internacional, abrumada por los depósitos de los jeques árabes, ofrecía sin ton ni son. La Argentina militar cayó en esta tentación y llevó la deuda externa de 8000 a 45.000 millones de dólares. Pero, otra vez, no empleó los nuevos recursos en obras de desarrollo, sino en armarse hasta los dientes y financiar las desastrosas empresas públicas, con lo cual Alfonsín heredó una situación totalmente nueva: el sobreendeudamiento. Cuando éste ocurre, el «taxi» de los intereses adeudados hace imposible atenderlos. Alfonsín incurrió en el segundo default de la Argentina en 1988.
Presente y Futuro
El último gran impulso de la deuda externa ocurrió en los años noventa. También en este caso, tentada por la sobreabundancia de los capitales internacionales, la Argentina recayó en sobreendeudamiento. Menem, si bien logró en sus primeros años un crecimiento anual del 6 por ciento, malogró la década con crecientes déficit del presupuesto. La deuda pasó de 65.000 millones a 113.000 millones en 1999, el año en que comenzó la gran recesión. Si bien el Plan Brady había aliviado la deuda en tiempos de Menem, de poco valdrían el «blindaje» de De la Rúa-Machinea y el «megacanje» de De la Rúa-Cavallo para frenar su vertiginoso ascenso.
Cuando Rodríguez Saá declaró el tercer default de nuestra historia a fines de 2001, el país debía 122.000 millones. Estaba sobreendeudado. Pero se considera que la declaración de Rodríguez Saá no fue de «buena» sino de «mala fe» porque ningún vencimiento inminente la justificaba. Los default se consideran de buena fe cuando el deudor quiere pero no puede pagar. Se consideran de mala fe cuando no quiere pagar.
Desde entonces, sentimos el alivio de no atender a nuestros vencimientos, pero el «taxi» del sobreendeudamiento sigue marcando. Hoy, la deuda externa argentina se acerca a los 200.000 millones de dólares, mientras nuestro aislamiento internacional amenaza, como en tiempos de Rosas, con otro largo estancamiento, a menos que la reestructuración en curso tenga éxito.
Tener «éxito» sería salir del sobreendeudamiento y aplicar los nuevos recursos crediticios y de inversión que se puedan obtener en proyectos de desarrollo. Si el Gobierno lo logra, la Argentina reencontrará la senda del progreso que perdió hace más de setenta años. Entre 1998 y 2003, Rusia lo consiguió. ¿Por qué no habríamos de conseguirlo nosotros?
La Nación- 10-10-04 – Por Mariano Grondona
Grondona: Deuda, Opinión Pública y Manipulación Privada*
En estos días la Argentina está encarando una negociación sin duda crucial y decisiva para su futuro: la refinanciación de su deuda externa en default. Existe absoluto consenso en que de su resultado dependerá en buena medida nuestro destino como país en los próximos años. Esa negociación es sumamente compleja, afecta numerosos intereses, y por ello es comprensible que existan presiones, fuertes divergencias y opiniones encontradas sobre la forma en que el Gobierno la encara. Lo que en cambio no es admisible es que a través de medios de comunicación sean emitidos como veraces datos erróneos y falaces sobre el pasado argentino.
Esto es lo que ha realizado Mariano Grondona en su columna del 10 de octubre en el diario La Nación, al reseñar la historia de nuestra deuda externa y referirse a la crisis de 1890. Allí afirma que el endeudamiento de entonces se empleó en “obras de desarrollo formidables” y concluye que Avellaneda y Pellegrini lograron evitar el default prometiendo pagar “aun con el hambre y la sed de los argentinos” y “rematando de ser necesario la Casa de Gobierno”. Según Grondona,
de ello se desprende que “cuando un país deudor muestra voluntad heroica de pagar gana la confianza de los acreedores y no tiene que hacerlo”. El mensaje del Dr. Grondona es claro. Lamentablemente, los hechos históricos son absolutamente diferentes.
Como lo indica cualquier texto medianamente serio de Historia Económica, la Argentina en 1890 entró en default, y así estuvo técnicamente por dieciséis años, hasta 1906, cuando terminó de renegociar su deuda, y tuvo nuevamente acceso fluido a los mercados internacionales de capitales. Pellegrini intentó en 1891 salir del default sólo por una porción de la deuda: los títulos nacionales (poco más de un quinto del total). Pero el resultado de su intento fue tan desastroso que tan pronto asumió el nuevo gobierno de Luis Sáenz Peña, se debió denunciar el acuerdo anterior e imponer en forma casi unilateral uno nuevo, calificado por el mismo Pellegrini de “concordato compulsivo”.
En segundo lugar, los acreedores de entonces (véase el Bankers Magazine de Londres) se mostraron muy irónicos y escépticos con las afirmaciones de Pellegrini. No estaban interesados en el hambre y la sed de los argentinos, ni siquiera en su Casa de Gobierno. Lo que querían era oro, o en su defecto libras esterlinas y la política económica de Pellegrini había dejado en caja reservas por sólo 3407 libras, para una deuda argentina total que se estimaba en 200 millones de esa moneda. Por último, es muy discutible que la deuda de entonces se haya empleado en “formidables obras de desarrollo”. Las estadísticas aduaneras muestran que los bienes de capital importados en 1889 constituían un escaso 25 por ciento del total, y el impresionante contrabando de la época permite suponer que este porcentaje, en la práctica, era mucho menor. Todo indica que también entonces la deuda se invirtió fundamentalmente en consumo, por momentos muy ostentoso, en crear estructuras clientelísticas nacionales y provinciales, y por sobre todo en préstamos, desde luego nunca devueltos, que la banca oficial efectuara a ciertos y determinados “particulares”.
Podemos concordar con el Dr. Grondona en que la historia puede servir de guía y orientación frente a los interrogantes del presente. Pero para ello es menester no tergiversarla a sabiendas, para transmitir subliminalmente a través de ese relato falseado la posición de los acreedores del presente.
Página 12 – 18-10-04 – * Jorge Gaggero, Ricardo Gerardi, Pablo Jacovkis, Israel Lotersztain, Roberto Perazzo, Alejandro Peyrou y Víctor de Zavalía.