La situación política y social que estalló en diciembre de 2001, tuvo para la mayoría de los argentinos responsables visibles: los dirigentes políticos.
En éste sentido se manifestó la gente en las calles y en los medios de comunicación. Esto se entendió así porque los cargos en los poderes ejecutivos y legislativos en los órdenes nacional, provincial y municipal, son ejercidos por personas que en general provienen de partidos políticos.
Pasada la primera ola de la búsqueda de responsabilidades, la mirada se detuvo también en los jueces, particularmente en la Corte Suprema de Justicia de la Nación, pues por su condición de máximo órgano judicial, tuvo que pronunciarse sobre una serie de fallos de los tribunales inferiores que en muchos casos estaban por lo menos, sospechados de parcialidad.
La división de poderes que establece la Constitución Nacional, convierte a los jueces en figuras casi intocables. Sólo cesan en sus funciones en caso de muerte, renuncia o como establece el Art. 53 de la Carta Magna para los miembros de la Corte Suprema, …“pueden se acusados por mal desempeño o delito en el ejercicio de sus funciones o por crímenes comunes”. Para llegar a esa instancia se debe poner en marcha un mecanismo constitucional que puede culminar en el juicio político a los acusados, la destitución y si corresponde, el procesamiento ante la Justicia Ordinaria.
Pero no fue sólo en el flamante siglo XXI que el máximo tribunal mereciera por sus fallos el repudio de la ciudadanía. En 1930 mediante una “acordada” la Corte Suprema convalidó el golpe militar que derrocó a Yrigoyen, sentando un gravísimo precedente que legitimó todos los actos sediciosos que quebraron el orden constitucional a lo largo de la pasada centuria.
La Corte no fue ajena a los vaivenes políticos del país, y en las últimas décadas sus miembros eran reemplazados por el gobierno de turno sin mayores problemas.
En 1990 el presidente Menem (pacto de Olivos con los radicales mediante), amplió el número de miembros del tribunal de cinco a nueve. Así comenzó a funcionar lo que se llamó “la mayoría automática” de jueces adictos al gobierno, y que comenzaron a ser acusados de complacencia con el mismo, inclusive de complicidad e ineficiencia en su desempeño.
Con la asunción de Néstor Kirchner se aceleró la ofensiva contra los jueces menemistas llevada adelante por el Congreso desde 2002. La renuncia de Julio Nazareno, presidente de la Corte y símbolo de la justicia de los años noventa, puso en evidencia la decisión parlamentaria de ir a fondo. Otros magistrados desfilaron ante la Comisión de Juicio Político y finalmente, en diciembre de 2003 fue destituido el Juez Moliné O´Connor, considerado un duro de la “mayoría automática”. Su destitución fue la primera en décadas. Por las manos de ésta Corte pasaron causas como la privatización de Aerolíneas Argentinas, los aeropuertos, el rebalanceo telefónico, el “corralito financiero” y el contrabando de armas que involucró al ex presidente.
La importancia de éstas y otras causas explica en parte la trascendencia política del organismo y la razón principal para que se convirtiera en el blanco de los aerosoles que también le reclamaban a los máximos jueces “que se vayan todos”.