Me enteré el otro día. Y me enteré, más que nada, por la imprevisión de mis actos, sobre todo, cuando me muevo antes de pensar.
Yo había conocido a Mefisto en un improvisado acto protocolar de colegio en donde él subió al escenario para mostrar sus dotes de actor en una fecha patria. Lo había hecho muy bien y la gente lo aplaudió largo rato de pie; luego los saludos, abrazos y eso que completa el cuadro perfecto del «actor y su público». En esa escena de aquel lejano acto, él tenía que mostrar -vestido y todo de oficial del ejército libertador- la valentía y la convicción de sus ideas frente al enemigo colonial. Y así lo hacía y convencía a los demás de su impronta de militar duro y absolutamente seguro de sus objetivos. Así fue durante gran parte de la obra en que batió con sus propias armas a unos cuantos realistas invasores; recuerdo también que se había exagerado unos bigotes y patillas con corcho quemado sobre el rostro y que en ese ajetreado forcejeo de la actuación, un poco se le hubo de correr y hasta le quedaba simpático y en nada opacó la escena.
Luego de esas valientes actitudes, en el último acto, el cuadro completaba su excelente performance, mostrándolo encerrado en su habitación, lejos de sus tropas y demás muchedumbre; allí llora con su uniforme puesto entre cuatro paredes sin que todos los demás que lo seguían lo supiesen; luego cierra el acto y con sus palabras conmovedoras dice: -«¡Si ellos supieran de mi dolor, de mi angustia, de mi incertidumbre… de mis ganas de amar a una mujer y ser feliz con ella y vivir una vida común, normal en una casa como cualquier otra sin sobresaltos ni corazones ametrallados de locura!… ¡Pero primero está la Patria, la Patria, la Patria!».
Luego Mefisto se ponía a llorar y la gente emocionada aplaudía a rabiar y muchos padres lagrimeaban mientras las palmas acompañaban a todos los actores de ese teatro escolar lleno de pantalones cortos.
Nunca más lo volví a ver a Mefisto, digo nunca más hasta… hace poco, unos meses atrás en que, accidentalmente me reencontré con él en una de las tantas empresas que frecuento esporádicamente por el laburo. Allí supe, en ese reencuentro, que él actualmente ocupaba un puesto ejecutivo en una importante empresa en el piso 23 de una de las tantas torres enquistadas en Puerto Madero. Pisos alfombrados, lozas radiantes, secretarias bonitas, autos con choferes… miradas con altitud y visión de futuros espaciales hacia el mundo que se viene.
Nos reconocimos mutuamente después de todos esos años sin nada y nos dimos un gran abrazo mezclado de recuerdos. Me dijo que si necesitaba algo que lo fuese a ver y hasta como que casi me obligaba a que lo visitase de manera seguida.
Así lo hice en varias oportunidades y hasta esas chicas bonitas llenas de miradas indiscretas y teléfonos automáticos me recibían como un miembro más de esa rara casta yuppy al lado del río.
Ni siquiera supe de qué se trataba la empresa, sólo el vox populi resultaba la fácil explicación de ser «Una consultoría general management».
Tengo que reconocer que durante ese lapso de tiempo me hube de sentir como en mi casa y entraba y salía a cada rato sin que nadie me dijera nada; cada sitio de ese piso me tenía con una pareja frecuencia y alguna que otra chica ya me miraba… «distinto».
Mefisto siempre dejaba de hacer sus cosas para hablar un rato conmigo de cualquier tema, la mayoría de las veces, flotando entre recuerdos.
Pero esa última vez que llegué a ese piso 23, él no estaba en su despacho y muchas de las chicas bonitas, abundaban en ausencia; alguna por ahí me dijo un poco como al pasar, «que lo había visto hacía un rato, pero que ahora… no sabía».
Decidí irme al no encontrarlo, pero antes enfilé hacia el baño, pues tenía que, a partir de allí, hacer un largo viaje lo cual me obligaría a estar sentado durante bastante tiempo, por tal motivo pensé, que bien sería de mi parte no complicarme con ningún percance básico y fisiológico. Entré al baño, así, como vine a mi ritmo y sin pensar en pormenores a contramano, sin detenerme siquiera lo sensato previo de la vida común de los demás; al abrir esa puerta de golpe, allí lo vi: Mefisto, casi como encerrado y hasta irreconocible en el guión de los últimos años. –Me comunicaron que la empresa cierra –me dijo entre sollozos- hubo malos negocios y cierra… ¡está fundida, está fundida! –completó desahuciado-
Le dije que se mojara la cara y lo acompañé como pude durante esos momentos, pero él parecía entre distante, molesto y desesperado. Luego lloró y sus brazos y manos se tomaron la cabeza, Mefisto lloraba igual o mejor que en aquel acto Patrio de escuela. Le acerqué un café que no tomó y me pidió que me fuera, que ya nos veríamos nuevamente. Mientras me acercaba a los ascensores escuché sus quejidos angustiosos y suspiros en llantos, la fecha patria del dinero lo había hecho actuar mejor que nunca. Mefisto, el mejor actor en su peor momento, un aparente último acto, mientras las cortinas del telón apenas se hubieron de cerrar.
Pablo Diringuer