“Aunque la suerte
quiera darle el esquinazo
él se prende al escolazo
por si un día se le dá”.
Así describe la autora Eladia Blázquez en su tango “El Escolazo”, la pasión porteña y seguramente universal, por los juegos de azar. Pero en ésta actividad que a mucha gente le lleva literalmente la vida, la intervención del factor suerte es decisiva. Como nadie puede desentrañar los mecanismos del azar misterioso, se recurre a ritos, plegarias y amuletos de todo tipo, hasta los inimaginables. Uno de ellos son los boletos “capicúa”. Recuerden los memoriosos y sepan los neófitos, que hasta no hace muchas décadas los colectivos en la Argentina expedían el boleto que daba fe del que pasajero había abonado su pasaje y también, que no se había excedido de sección, ya que el valor del viaje se medía por tramos. Esa tarea estaba a cargo del conductor quien a su vez, debía darle el cambio al pasajero, discutiendo por el exceso o faltante de monedas. Además de cumplir con esa obligación que había pertenecido a los guardas, debía conducir el vehículo, estar atento al ascenso de pasajeros, “fichar” por el espejo retrovisor a algún pícaro que subió sin pedir el boleto y accionar la puerta trasera para que desciendan los viajeros. Además de tanto en tanto, atender al inspector de la línea, el “chancho”, que apostado en paradas estratégicas verificaba la puntualidad del chofer en su recorrido y también hacer el control del expendio de boletos, pidiéndoselos a los pasajeros. Ese control hoy se sigue haciendo, planilla horaria del conductor y con un aparato electrónico, chequear la tarjeta SUBE. Pero en la época anterior a las máquinas accionadas con monedas y luego la tarjeta magnética, ese conjunto de quehaceres descriptos convirtió al colectivero porteño en un verdadero artista del manejo, al salir diariamente a la jungla del endiablado tránsito de Buenos Aires y sortearlo en general, sin mayores inconvenientes.
En esa etapa de auge del boleto manual, además de los colectivos los comprobantes se expedían con esa modalidad también en tranvías, ómnibus y trolebuses. En los últimos casos, el guarda portaba una boletera mecánica colgando del hombro por una correa. El hombre recorría el interior del vehículo desbordante de gente, despachando su mercadería.
El mismo instrumento se utilizaba en los ferrocarriles: boletos de cartón duro y a dos colores según la sección y más adelante, una cartulina liviana blanca con texto desvaído, a veces ilegible, se utilizó hasta la llegada de la tarjeta magnética multiuso. En cambio los subtes utilizaban cospeles. Pero los boletos tenían un elemento en común, las numeraciones seriadas. Y como en toda sucesión de números, en algún tramo aparecerán los capicúa.
La palabra derivaría del catalán cap i cua; que significa cabeza y cola.
Son los números que pueden leerse igualmente de izquierda a derecha y viceversa. Pero hay otras categorías:
Reversibles es la categoría de aquellos números que al mirarlos cabeza abajo,forman un número real, por ejemplo: 60.806.
Los reversibles netos son los números capicúa que al mirarse al revés forman la misma cifra: ejemplo, 58185.
Los “qué lástima”; son aquellos que sin ser capicúa (un número antes o uno después) su cercanía numeral lo convierten en objeto de interés para los coleccionistas. Son éstas algunas de las combinaciones más conocidas, pero existen otras; por ejemplo si se combinan tres o cuatro cifras, son triples o cuádruples. Recordemos que para el transporte automotor se imprimían series de cien mil boletos numerados del 00000 al 99999; es decir, uno de cada cien boletos era capicúa.
Pero por esa tradición “cabulera” del porteño, esos boletos cuyas combinaciones obedecían a una lógica matemática, se convirtieron en talismanes para obtener buena suerte. Esta creencia fue tan difundida, que en la década de 1960 se hizo muy popular un personaje de historieta llamado “Capicúa», del dibujante y guionista Adolfo Mazzone. Un muchacho que sin tener muchas luces, la buena suerte extraordinaria lo convertían en un talismán humano para atraer la fortuna.
Asimismo, recordemos que también los boletos ferroviarios tenían combinaciones similares, pero por alguna extraña razón, los de colectivo fueron preferidos.
Tal vez la variedad de colores con que se diferenciaban las distintas secciones, los hacía más atractivos y en consecuencia, más demandados por quienes los atesoraban. Era muy común que los hombres en su billetera conservaran un boleto capicúa o las mujeres, en su cartera junto a otros bienes preciados, guardaran algún capicúa.
Pero un día llegó la tarjeta magnética y los boletos, capicúa o “normales”, pasaron al desván de las cosas que se fueron. No obstante, algunos nostálgicos se resisten a aceptar su desaparición. Son los que mediante el mercado virtual, compran y venden boletos de distintos servicios; pero sin duda, los capicúa siguen siendo los más solicitados.
En abril de 2022 en ese mercado, se ofrecía un lote de treinta boletos de colectivo de las décadas de 1940 y 1950, a dos mil pesos o a cien pesos por unidad. Los ferroviarios de cartón duro, a 630 pesos promedio por unidad.