Cuando Emilio Pettoruti llega por primera vez a Europa no ha cumplido todavia25 años (había nacido en La Plata, en 1892). Desembarca en Génova, pero ese día toma el tren para Florencia, destino previsible para un pintor, pero en su caso particular por razones distintas; están allí, es cierto, as lecciones permanentes de los Uffizzi y del Palazzo Pitti, pero a seis siglos de todo eso la vigésima centuria ya está a punto de saltar en pedazos y los viejos nombres con ella. Ese año de 1913 es el de Galleria Lacerba, la primera que realizaban los artistas del movimiento, cuatro años después del explosivo manifiesto firmado por Felipe Marinetti en “Le Fígaro” de Paris. Entre Paolo Ucello y Ardengo Soffici, entre Piero della Francesca y Carlo Carrá, entre Cimahué y Balla, Pettoruti inicia un movimiento pendular que, en última instancia, va a definir permanentemente su obra.
“No encontré en el arte etrusco no el del Renacimiento las fuentes de la estética futurista o cubista, pero si cuánto hay de grande, de simple, de profundo en el arte”. Sus palabras afirman el significado último de su pintura en todos sus periodos. Experimenta, se interna en la ardua problemática futurista, integra el grupo de los pioneros, pero siempre aferrado a una rigurosa y apasionada voluntad de medida. En realidad, mientras suma sus gritos a los de sus compañeros (“¡Desviad el curso de los ríos, que los museos sean sumergidos, que desaparezcan las obras de arte bajo las tumultuosas aguas!”), bucea en los “condenados” museos la lección del orden y del equilibrio. Junto a Boccioni, a Garbari, a Russolo, se plantea deslumbrado pero lucido el problema del movimiento en el arte, eso que los futuristas llaman simultaneísmo. Sus “armonías” son de esta época: ejercicios en los que la mayor preocupación radica en la dinámica a que somete sus elementos. Y, por primera vez en el arte de este siglo, menciona la palabra abstracto: al enviar a la “Prima Esposizione Inveranale Toscana” dos dibujos, los titula “Armonía (circoli) disegno astratto”
Resulta curioso que Buenos Aires, inmerso en un arte cuya expresión más avanzada es un tardío impresionismo, no rechace de plano, como hará luego, las obras que en ese momento Pettoruti envía a los salones oficiales. Una crítica tan cerrada, como es entonces la del diario “La Nación”, lo elogia, inclusive, en su comentario del Salón Nacional de 1916:
“Las ¨Armonías¨ de Emilio Pettoruti, ejecutadas al temple, justifican bien su título, ya que son, en realidad, algo muy nuevo a la par que hermoso. Su autor parece haber ido a buscar en el mundo de las bacterias, a las visiones de lo infinitamente pequeño, visto a través del microscopio, la inspiración que le hace producir con escaso color y formas meramente geométricas, decoraciones novedosísimas tanto como agradables”. Claro que el envío figura en la sección de Arte Decorativo y no en el de la pintura.
La residencia italiana se prolonga. Romas, Florencia, Milán, después Viena y antes de Paris, donde llega en 1924, el hervidero de las ciudades alemanas de posguerra: Munich, Dresde, Berlín, donde se empoza la mordiente empresa expresionista. En la capital alemana expone nada menos que en “Der Sturm”: 35 obras en un pie de igualdad con otras de Paul Klee, Moholy- Nagy, Archipenko, Jacques Villón Gleizes y Zadkine, la vanguardia de la vanguardia. Y su obra se define dentro de lo que será su lenguaje definitivo. “Lo que en toda obra de Pettoruti impresiona- dirá Sem Roan, en la revista del grupo- en el sentido arquitectural que constituye tal vez el elemento primordial de la pintura y que está por encima del color mismo. Esta cualidad se manifiesta en Retrato de Xul y en La Mujer del Sombrero Verde, de una composición admirable. Pero lo que hay en toda la obra de Pettoruti, por abstracta que sea, aunque se trate de simples prismas en afán constructivo, es una plasticidad que presta vida al dinamismo de las líneas. “Der Sturm”, por donde ha pasado toda la pintura nueva, lo mejor y lo más audaz del arte puro, contará, entre los éxitos de sus salones el de mayo de1923 en el que Emilio Pettoruti expone un puesto preeminente en el arte de vanguardia”.
Surgen, ha partido de todo esto, los recuerdos, el de Pettoruti que regresa a Buenos Aires en 1924, cuanto protagonizaría, hace exactamente sesenta años. “Buenos Aires- diría en una vieja entrevista periodística-, había cambiado en los once años de mi ausencia: se adivinaban ya los indicios de la revolución estética que después consumarían en el grupo martifierrista, pero el ambiente se caldeaba apenas intentábamos llevar la vanguardia a la calle”. Las añejas palabras de Pettoruti resultan mesuradas si se las compara con lo que sucede en Buenos Aires cuando expone sus obras traídas de Europa. Casi todas las discusiones terminan a bastonazos y en la comisaria, cuando tienen lugar frente a los cuadros reunidos en el viejo salón de Witcomb. Manuel Carles, presidente de la reaccionaria Liga Patriótica Argentina, se indigna y llega a afirmar que la exposición de la calle Florida es una grave ofensa inferida a la dignidad del país. Leonardo Estarico, recordando la convulsión, dirá en “Critica”:
“En las calles, en las oficinas, en los hogares sólidamente constituidos, en los despachos de bebidas, en las redacciones, en las cárceles y en todos aquellos lugares donde la bondad de la vida desvanece la soledad del hombre, se ventiló y se vapuleó sin escrúpulos el problema estético, mil veces renovado, de la lucha entre las viejas y las nuevas tendencias. Las palabras futurismo, cubismo, expresionismo, Pettoruti, Marinetti, Carles, danzaron enloquecidas en un zarabanda que sacudió el habitual marasmo pensante de la ciudad. Ni antes ni después registra la historia del país una pasión intelectual de tal magnitud”.
Para quien lo recuerda, cuando Pettoruti reconstruye su vida, alguien debe temblar en alguna parte. Siempre tuvo fama de no callarse. Sin embargo, a veces su memoria se enternecía cuando hablaba de Xul Solar, por ejemplo. O se encrespaba al recordar que veintidós años después de las polémicas jornadas, un ministro de Educación, Oscar Ivanissevich, irrumpía en la sala donde estaba reunido el jurado del Salón Nacional de Artes Plásticas, exigiendo bajo su entera responsabilidad el cuadro enviado por Pettoruti, obra de un paranoico.
De espaldas a las reacciones diversas que despierta su obra, encerrado feroz pero cómodamente en sí mismo, Pettoruti llena su vida argentina con conferencias, fundación de fugaces revistas de arte y una actividad docente que llega a ser el centro de la actualidad plástica en Buenos Aires.
Y en uno de esos intensos años, en 1952- en el intervalo se ha casado con María Rosa González, crítica de arte y poeta chilena-, regresa a Europa para radicarse definitivamente y continuar su obra en el que sería su ultimo departamento pariense, su ultimo taller: en la rue Mabillon, en Saint Germain des Pres. Allí preparaba nuevas exposiciones: en Baden- Baden, Nuremberg y Bonn, además de una retrospectiva en Kunsthalle Basel y otra en el Museo Rath de Ginebra. Eso fue a fines de 1969; dos años después moría- María Rosa lo había precedido-, en Paris, y sus cenizas, de acuerdo con lo que había dejado dispuesto, fueron esparcidas frente a su ciudad natal, sobre el Rio de la Plata.
Cultura de la Argentina Contemporanea – Por Osiris Chiérico – Mayo 1984