Nunca, en toda mi vida, he sentido odio. Por nada, por nadie. Diría que tengo el perdón automático.
Por eso, cuando veo esos rostros inyectados, con venas marcadas como si fueran a estallarles, los gritos deformantes de sus gestos con voces que brotan desde muy adentro, de la profundidad de sus vísceras, que no parecen propias sino arrancadas de una furia ancestral, me estremezco.
No son sólo adversarios políticos portadores de ideas diferentes de las nuestras, ni siquiera les calza el traje de gorilas. Son el odio concentrado en acción y no vacilarían en herir, matar, destruir a alguno de los fetiches infaltables en sus marchas: el Gobierno, la vicepresidenta, los negros, los planeros, los pobres. Todo lo que la pandemia iguala. Ante la enfermedad son irremediablemente idénticos a los seres que desprecian.
Minoría intensa la denominan. Quienes lo hacen se pasan de eufemismo. En algún lugar se agazapaban cuando alguien los azuzó, les abrió la jaula. Mucho se ha hablado de la siembra de las redes sociales y su inoculación de violencia. No voy a repetirme. Pero en épocas en que se pintó “Viva el cáncer”, se bombardeó una plaza con civiles sin estar en guerra, se apropiaron bebés, no existían las redes. Hay algo en el Adn de una franja de compatriotas que horroriza.
La heterogeneidad de las consignas encierra, sin embargo, un denominador común: el odio. “Patriarcado Unido Argentino”, “La rebelión de los mansos”, “Aguante Google”, “Gobierno de mierda”.
Del otro lado, los profesionales de la salud, como cabeza visible de un colectivo más amplio, portentoso, “esencial”. Difícil que dispongan de tiempo para ver televisión cuando llegan exhaustos a sus casas, después de haberse cambiado veinte veces de ropa protectora, con el temor constante de contagiar a los suyos. Sin gritar, sin enojarse, sin insultar, sin desearle mal a nadie. ¿Qué pensarán cuando escuchan que la pandemia no existe, que lo de la vacuna es pura política, que el virus es el marxismo, que el único problema es el “hartazgo”? Durante las últimas semanas dos víctimas mortales por día pertenecen a trabajador@s de la salud.
Epidemiólogos, científicos, investigadores, comunicadores responsables, médicos, enfermeros, camilleros, ambulancieros, personal de limpieza y de seguridad, conductores de medios públicos de transporte, se levantan todos los días y van en silencio a sus trabajos para cuidar y salvar vidas, preguntándose si ese día volverán a esquivar la muerte.
La oposición convoca a las marchas y lo niega. En el fondo, nadie quiere cargar sobre sus hombros que se incremente la curva de contagios, la cantidad de infectados, que se desborde la estructura sanitaria, que aumenten enfermos y muertos después de las tóxicas marchas.
Que el leit motiv de la convocatoria –mal traducido, tergiversado, reinterpretado por un montón de exaltados, fundamentalistas de todo pelaje, con apariencia de mal medicados muchos de ellos- era el rechazo al proyecto del Ejecutivo de reforma judicial, da una idea de la importancia que le otorga Juntos por el Cambio al control de Comodoro Py.
Hasta hace no mucho tiempo, la lógica dialéctica respetaba un mínimo reconocimiento entre adversarios políticos, con una idea superadora –la democracia-, que no eliminaba los antagonismos pero de alguna manera los regulaba.
Sin embargo, parece imperar -por mandato del sistema financiero internacional y sus herramientas mediáticas- una fuerza arrolladora para llevarse “puestos” a gobiernos populares, progresistas, democráticos tildándolos de totalitarios, absolutistas, comunistas, violadores de las libertades individuales a través de las cuarentenas.
Abolida esa lógica de convivencia política, unos quieren derrumbar a otros, hacerlos desaparecer, no valen las argumentaciones ni los discursos ni los fundamentos. Ni siquiera las urnas.
Así como un periodista ya fallecido admitió el periodismo de guerra durante la revuelta campestre de 2008, esta derecha extrema y cegada cree haber dado con la ocasión de quebrar el orden democrático a diez meses de las elecciones, haciendo fracasar la cuarentena y festejando la muerte.
Qué le queda por hacer al gobierno de Alberto Fernández ante esta comprobación: no hay diálogo, no hay consenso, no hay respeto por los cuidados mínimos de la salud. No se trata de oposición: es guerra destructiva. Planificada. En varios pasos. Sucesivos.
Sabemos, intuimos, colegimos lo que hará: seguir con las obras, probar otras vacunas, dictar medidas para la pospandemia, insistir con la reforma judicial, luchar contra el hambre.
¿Se puede gobernar así?, ¿con un asedio constante y destructivo?, ¿con la desvalorización horadante y la mentira de los medios machacando día y noche?
¿Radicalizarse o ceder? Ambas posturas, a la larga o a la corta, perjudicarían al pueblo. Retroceder avanzando. ¿Movilización para respaldar las medidas del Gobierno? Por ahora, cuidarse. El campo popular es responsable. Sólo así volverán a las calles las marchas del amor, la militancia, los bombos, los cánticos y la alegría.