Gestionáme un Privilegio y no Seré Feliz
Desde que el mundo es mundo, siempre ha habido privilegios y privilegiados y como contrapartida, postergación y postergados.
Ahora bien, este siglo de redes, satélites y realitis deja todo al descubierto, por lo cual nada es posible de esconder bajo la alfombra porque como por arte de magia se reproduce o multiplica en forma acelerada el hecho en sí.
Siempre he creído (inocentemente) que cuando toca a la puerta de los que gestionan un granito de arena del mundo de lo público, la tentación de hacer prebendas particulares hacia sus allegados, familiares y amigos con la única condición de beneficiarlos, un buen gestor, un buen ciudadano equilibra la balanza, luego de poner su testa en un tacho de agua fría, y reparte la oportunidad en tantas partes como le sea posible. Zonceras de pueblerina, creer en esas cosas.
Como en todo, existe la imperfección y el maledetto margen de error. Y ahí está el funcionario o quien sea, haciendo uso del margen de error que, valga la redundancia, margina y excluye, y es ahí cuando uno es capaz de sentir vergüenza ajena. La vergüenza ajena es esa sensación indignante de rechazo y desaprobación que sentimos en primera persona ante un acto de otra persona que consideramos deplorable. Claro que, en el mundo de la inmediatez, los actos deplorables pasan como pasan las olas de la mar, humedecen la arena y desaparecen.
Pertenezco a una generación que avizora la felicidad en el empeño y perseverancia por conquistar sus sueños, ergo, gestionáme un privilegio en desmedro de los demás y no seré feliz y como decían mis abuelos italianos: piano, piano, si va lontano ( despacio, despacio, se va lejos…)