“Sentados al cordón de la vereda / a la sombra de algún árbol bonachón”. Así describe el cantautor uruguayo José Carbajal “El Sabalero” en su canción ”A mí Gente”, una escena de cualquier barrio de nuestra América. En éste caso, una tarde de verano rioplatense, carnavalera y en un tibio febrero. Y la bandita de pibes o botijas, descansando en el cordón de la vereda. ¿Quién no lo hizo alguna vez?
Además de la posibilidad de acomodar las asentaderas sin molestar a nadie, en tiempos en que los automovilistas no se disputaban cada metro de calle para estacionar, sobre todo en los barrios, el cordón era para los más chicos el límite infranqueable que no se debía cruzar; más allá estaba el territorio prohibido de la calzada con sus peligros y los misterios de la “vereda de enfrente”. El cordón fue ese borde en el cual los días de lluvia, uno se ponía en cuclillas para despachar barquitos de papel o tacitas de helados de aquellas que vendían arrastrando un carrito de mano, los heladeros ambulantes de “Laponia” o “Noel”. La correntada que pegada al cordón arrastraba cualquier cosa flotante, en la febril imaginación del piberío se convertía en un río de montaña furioso, encajonado por un desfiladero de granito de un lado y una inmensidad de asfalto o adoquines del otro. Y el chico se entretenía, gozaba con ese juego elemental bajo la lluvia, hasta que el grito inapelable de la madre lo mandaba “adentro porque te vas a enfermar…”.
El cordón de la vereda, también fue testigo y protagonista de esas modestas cuotas de felicidad infantil que no se agotaban en los barquitos de papel, también servía para el cuestionado juego de “Sigan al Jefe”. Éste consistía en caminar formando fila de uno en fondo y haciendo equilibrio con los brazos, sobre el cordón que a modo de imaginarios accidentes naturales, obligaba a sortear tramos rotos y obstáculos que florecían de tanto en tanto en el cordón, producto del maltrato de los vecinos a sus veredas y muchas veces, de la indolencia comunal. El “jefe” solía ser el líder del grupo que cuando comenzaba a aburrirse del juego, lo complicaba hasta que inevitablemente, algún nene o nena resbalaba cayendo a las aguas servidas con su secuela de ropa sucia y hasta algún magullón, para indignación de los padres.
El cordón es hijo del primitivo adoquinado que en el caso de la ciudad de Buenos Aires, en la era virreinal y en la inmediata Independencia, se traía desde la Colonia del Sacramento en la otra orilla del Río de la Plata. Muchos años más tarde, el ferrocarril permitió transportar muchas toneladas de piedras con menor costo y tiempo desde las canteras de Tandil, para una Buenos Aires que se expandía desaforadamente, devorando todo el granito que descargaban los vagones. Las principales calles porteñas se engalanaron de adoquines, sin perjuicio de las miles de cuadras suburbanas que permanecían fieles al zanjón y el barro.
Esos primeros adoquinados en muchas calles, tenían en su centro dos hileras perpendiculares de grandes bloques graníticos, llamadas lajas “trotadoras”, ya que sobre ese camino circulaban los carros, evitando el intenso traqueteo a que los sometían los adoquines irregulares. Se cuenta que a medida que se avanzó en adoquinados más prolijos y con piezas de bordes redondeados, a las viejas “trotadoras” se las destinó a convertirse en cordones de vereda. Cortadas a medida para sus nuevas funciones, las enormes piedras se transformaron en un custodio perenne de las veredas de la gran metrópoli.
Sinónimo de urbe, el cordón de la vereda no podía estar ausente en la poética porteña: “Contame un poco más del tiempo aquel / en que el tranvía te afeitaba…”, describe con inocultable nostalgia el tango “Cordón” de Chico Novarro. Es que en las estrechas calles del Centro y en muchas barriales, las vías tranviarias estaban literalmente pegadas al cordón a tal punto, que para el peatón desprevenido la sensación de ser “afeitado” por el tramway cuando pasaba rugiendo, era inevitable. Hoy cualquiera que transite esas calles de vías muertas que aún afloran, puede ver con cierto estremecimiento la inmediatez de los rieles con el cordón de la vereda; es cierto, el tranvía lo afeitaba.
En el siglo XXI el cordón de la vereda goza de buena salud, pese a que aquellos de granito eterno son cada vez más escasos y por lo tanto, codiciados. Por tal motivo, en muchas ciudades y pueblos incluyendo sus periferias, a medida que avanzan las calzadas pavimentadas, se construye el cordón cuneta, como una solución rápida y menos costosa que el antiguo granito. Son de hormigón armado y complementan la calzada de pavimento asfáltico o de hormigón.
Junto con los cordones de granito, también van desapareciendo los picapedreros, un oficio antiquísimo que a pura maza y cortafierro, hacían el milagro de la “bajada de cordón”, para las entradas de garajes. Hoy existen máquinas que en pocos minutos reducen a polvo al granito más rebelde. No obstante el granito igual que el mármol, es otro modesto pariente de la eternidad.
Cordón
Viejo cordón de mi vereda…
Paredón de suelas, tropezón de amor.
Mientras nadie habla de vos
mientras nadie te recuerda
sos el costado que encierra,
por derecha y por izquierda,
un siglo de procesión.
Sos la escolta sin barullo
de un barrendero y su orgullo,
de un trasnochado botón.
(Canto)
Duro, como el alma de un frontón
sos un penal, de curdas y mosquitos,
largo y pisoteado cinturón
de una ciudad, que va creciendo a gritos.
Si te habrás mamado de alquitrán,
de pucho y celofán, de correntadas,
panteón de rata enamorada
que cruza sin mirar, el callejón.
Sobre el almanaque de tu piel
corrió la miel, de trompos y monedas
viejo cordón de mi vereda,
la luna y el hollín te hicieron gris.
Contame un poco más, del tiempo aquél,
en que el tranvía te afeitaba
cuando la noche era un festín,
de taco y de carmín, en la enramada.
Hablame del zaguán, el verso aquél
que se llevó la alcantarilla
si en este mundo sin orillas
el único peatón sos vos.
Tango – 1980
Música: Chico Novarro
Letra: Chico Novarro