Me gustan los días de lluvia, guardan en sí mismos un halo de blandura que me conmueve, sin embargo, la gente en las calles corre a guarecerse como si del cielo cayesen espadas y no agua.
Son esas contradicciones humanas que impelen a ver el mundo tras los cristales, vidrieras, ventanales, etc. en vez de sentirlo en carne propia.
Ese día de incesante lluvia, iba yo caminando por un famoso callejón de Buenos Aires, más precisamente por Caminito en el barrio de La Boca. Descubrí que la mirada, el olfato, el gusto, y cualquier otro sentido no alcanzaba para percibir todo lo que ahí sucedía. Los colores estridentes de las casas me recordaron que el mundo no es en blanco y negro; pero sin duda esos antiguos conventillos sabían de extremos humanos.
Los bailarines de tango que recorrían la calle mostrando sus devaneos al compás del dos por cuatro, entraron al bar. Demasiada lluvia. Los tacones mojados, el vestido rojo empapado, el chambergo de él chorreando y esa singular corbata amarilla y azul que parecía escapar de la lluvia, intacta, fueron suficientes motivos para que yo entrase al mismo bar. Me senté en un lugar arrinconado como para pasar desapercibida. Sobre la mesa que elegí estaba grabada la imagen de Gardel. Ensimismada en los rasgos de su seductora sonrisa, no reparé cuando aquel desconocido se sentó a mi mesa. Tampoco recuerdo haber asentido cuando (según él) pidió permiso para sentarse. El hombre tenía las manos manchadas con pintura, tuve deseos de decirle que fuera a lavarse: los rojos, azules y verdes que decoraban sus dedos, me inquietaron. Tal vez, por esta manía mía de ver el mundo en blanco y negro. Me preguntó que quería tomar, yo no bebo alcohol, pero tampoco me parecía una buena idea aceptar la invitación.
—Disculpe, no lo conozco y no me parece que deba aceptar su…
No pude terminar la frase cuando el mozo ya estaba frente a nosotros.
— ¿La Señorita qué va a tomar? — dijo el hombre sentado a mi lado.
Carraspeé, estaba nerviosa.
—Margarita, me llamo Margarita— respondí mintiendo.
—Mucho gusto Margarita; mi nombre es Benito, suelo venir por aquí con asiduidad, me gusta ver cómo marchan las cosas. ¿Qué desea usted beber?
—Un chocolate caliente—dije, mientras frotaba mis manos.
No era invierno, tampoco un día otoñal, sin embargo, sentía frío.
— Me tomaría unos mates, respondió él, risueño.
También yo hubiese preferido unos mates.
—Tiene las manos manchadas con pintura —atiné a decir.
—Es óleo.
— ¿Es usted pintor?
—Algo así…
Hubiese deseado zamarrearlo ¿era o no era pintor? Parecía que jugaba con las respuestas.
—Yo soy cantante de tango, dije mintiendo por segunda vez.
—Nunca la vi por aquí.
—Tampoco yo a usted— respondí incómoda.
Mentir me permite esconder mi pudor. No sería la primera vez que alguien descubre mi identidad, y luego sobreviene el caos, los gritos y la soledad.
El hombre que estaba frente a mí, sonrió compasivo. Quizá había descubierto mi halo tras el vestido negro. O tal vez, fue el tango que comenzó a sonar lo que lo puso en estado de revelación.
El champán de Armenonville estaba a mi alcance, hubiese bebido un trago para tomar coraje.
Debía marcharme rápido, Benito descubriría el hielo que me envolvía. Sin embargo, él, alzó la vista y pareció fundirse en el cuadro que colgaba de la pared: una réplica de un Quinquela Martin. Tal vez era el original, no sé distinguir entre uno u otro, “Regreso de la pesca” era el título.
Yo, como siempre, me fui a patear el agua de lluvia.
Los fantasmas no se mojan y aunque alguna vez fui Margarita, siempre me dirán Margot.
Ana Caliyuri
Del libro “Cuentos de Estación” – Editorial Tahiel – 2016