Aunque suene a verdad de Perogrullo, existió un tiempo no muy lejano en que las reglas sociales eran mucho más rígidas que en el presente; en nuestro país y también en gran parte del mundo.
Indagando en el Pago Chico argentino, encontramos un clásico del simbolismo masculino: los pantalones largos.
La muchachada porteña y del Conurbano, ésta región que el periodismo y los funcionarios definen como Área Metropolitana Buenos Aires (AMBA), un continuum urbanístico y cultural con todos sus brutales contrastes a cuestas a ambos lados del Riachuelo, era y es un tejido de hábitos que salvo matices a veces bien diferenciados, comparten códigos comunes cuyas fronteras suelen ser la edad, más que la pertenencia social.
Y así fue también con los “largos”, como se acostumbraba simplificar a los pantalones largos hasta mediados del siglo XX, cuando esa prenda y su largo que usaban los varones, tenía una fuerte carga simbólica. Estrenar los largos significaba ingresar en la adultez.
Después de los catorce, quince años, cuando el pibe pegaba el “estirón”, padre y madre consideraban que el adolescente ya estaba en edad de ponerse los largos. Al chico lo invadía una suerte de alivio y orgullo, porque las señales sobre su cercana adultez ya no podían ocultarse. Un bozo incipiente le comenzaba a sombrear la cara, disputándole ese territorio al acné; igual que el vello poblando las piernas que hasta hacía poco, estaban libres de ese incómodo y a la vez, atractivo inquilino. El pibe siente su cuerpo casi ajeno, inmanejable en sus urgencias y transformaciones, visibles a diario.
Pero los largos eran la puerta del camino iniciático al universo de los mayores. La división entre el pantalón corto y el largo cuando uno era chico, no existía. Porque los padres decidían según la ropa disponible, cuando se usaba una u otra prenda, sin discusión.
Entonces el pibe podía aparecer con ese vaquero Far West largo recibido en algún cumpleaños y que se usaba para “salir” del barrio, o el infamante pantaloncito de elástico parecido a un bombachón; decisión inapelable de los viejos. Pero estrenar los largos para ya no abandonarlos nunca, era algo mucho más serio.
En general junto con los largos se entregaba la llave de la casa, algunos padres (no todos) se resignaban a que el fulano fumara delante de ellos, saliera con sus amigos sin tener que rendir cuentas y accediera a su primer traje con pantalón largo. Un ambo sencillo u otro más sofisticado con chaleco; según la billetera paterna o los recursos del pibe si ya trabajaba. La solemne “pilcha” se compraba en cuotas en algún “ruso” del barrio o en las sastrerías del Centro, como la legendaria Braudo, que ofrecía un traje con dos pantalones; o “Casa Muñoz – Dónde un peso vale dos”, la sastrería Vega que prometía: “Usted lo ve, lo prueba y se lo lleva” y otras tantas casas que hoy son parte de la memoria colectiva.
Los largos abrían un mundo de posibilidades, un grado de libertad que las hermanas del muchacho no disfrutaron, porque hasta las que trabajaban tenían sus desplazamientos mucho más controlados por los mandatos paternos. Emborracharse con los amigos, expedicionar en patota a los prostíbulos, hasta pasar alguna noche en una comisaría por violar los entonces vigentes Edictos Policiales en el ámbito capitalino; todo acreditaba hombría. Pero también estaban los jóvenes que simplemente se ponían los largos (para no volver a dejarlos) y seguían con sus crecientes obligaciones de adulto; trabajar o estudiar, o ambas cosas. Y no pocos ya como usuarios de los largos, se dedicaban a cultivar el ocio o algunas pillerías.
Para muchos el tránsito entre el estreno de los largos y la convocatoria al servicio militar, la “colimba”, pasó con la velocidad de un suspiro. Ya no había vuelta atrás; el que hasta ayer fue un pibito de pantalón corto, después de la milicia los mandatos sociales lo intimaban a “sentar cabeza”. En esa etapa, el pantalón corto quedaba para un partido de fútbol, la playa o para usar en casa; los Bermudas no eran de uso corriente. El pantalón era una segunda piel. El “lompa”, los “leones”, los “grilos”, los “lienzos”; todos esos pseudónimos le pertenecen. Y quien comparte el lunfardo sabe de qué se habla. En el terreno riesgoso de la memoria quedan aquellas advertencias del padre o el abuelo, cuando el pibe se exhibía ante la familia con sus primeros largos: “Ahora tenés que saber llevarlos”; “No se olvide que en la casa el hombre es quien lleva los pantalones”… y una retahíla de consejos disparatados como éstos, acompañaban al flamante usuario de los largos; ante la mirada lacrimosa de la madre o la abuela, o el chiste agresivo de una hermana o algún cuñado.
Luego irrumpieron los blue jeans como moda mundial, obligando a los “lompas” de vestir a limitarse a ser parte de la uniformidad en determinados empleos o fiestas formales. Y paralelamente, las mujeres los incorporaron con sus mil modelos y colores para la vida cotidiana.
Pero nuestra humanidad avanzó en conciencia y los pantalones hace muchas décadas dejaron de ser monopolio de los hombres. Prenda cómoda como pocas, es de uso universal, independientemente del sexo y hoy sólo representa lo que es: una prenda de vestir.
Referencias
Les Llegó la Hora de Ponerse los Pantalones Largos
“En tiempo de receso de la competencia oficial, la profesión de futbolista en la Argentina está siendo sometida a una serie de reconsideraciones importantes. Valga la figura: ahora que los jugadores se sacaron los pantaloncitos de los partidos, les llegó la hora de ponerse los pantalones largos. Para todo. Para seguir defendiendo sus derechos y obtener mejores condiciones ante los clubes y los organismos que regulan las relaciones laborales, pero también para hacerse cargo de las responsabilidades que les competen.”
La Nación – 15-07-08 – Claudio Mauri – El Desafío de Ponerse los Pantalones Largos