“En el Bulín Rasposo me Pasare las Horas”
Cuando conocí personalmente a Linyera, tendría poco más de veinte años. Para despuntar el vicio, un grupo de nefelibatas muy jóvenes que habían compartido las aulas del Colegio Nacional Bernardino Rivadavia saco a la calle una revista a la que dimos nombre de Sancho Panza, Álvaro Yunque colaboró con nosotros y, magnánimo como siempre, nos indicó el nombre de Dante A. Linyera, que podía sernos útil. Recuerdo que fui a buscarlo al conventillo de la calle Cochabamba 1873, después de un mediodía de verano. El tal ocupaba la última pieza del segundo patio. Llame y apareció un mozo vestido como para salir, chiquito y chicato, que apretaba los parpados para distinguir al prójimo, duelo de una voz ronca y contundente y de un par de manos blancas y menudas. Cuando empezó a andar advertimos que rengueaba plutónicamente. Ma non troppo.
Anduvieron peor Quevedo, el autor de Las zahúrdas de Plutón, que cojeaba de los dos remos y Joaquín Castellanos, el de Las tres noches de placer, a quien tuve el gusto de conocer en San Lorenzo de Salta, bajo u cielo tatuado de papagayos. Pero este es otro paisaje.
Antes de que pudiera decirle nada, Linyera me inundó de reproches por el mal nombre de la revista: “Hay que distinguir los dátiles de los tomátiles”, me dijo. Los que dan son los Quijotes, los eternos pisoteados: los que toman, los que agarran, son los Sanchos, indiferentes a toda atención pasional, a toda inquietud desinteresada. ¿Qué clase de jóvenes son ustedes que empiezan por esconderse detrás de la bandera de un mangiapone…?
Tenía razón y hociqué, le pedí versos. Prometió mandármelos. Cuando llegaron, la revista había dejado de existir. Don Quijote había matado a Sancho Panza.
Como es de suponer, Dante A. Linyera no nació Dante A. Linyera sino Francisco Bautista Rimoli, el 10 de agosto de 1903 en la casa de inquilinato de la calle Independencia 1543. No sé si era hijo de unos pobres cobradores de lanas, lo que sé es que eran italianos, que vinieron a hacerse la América y que llegaron más lejos que el almirante. Su apellido era de origen griego, cosa fácil de explicar si se tiene en cuenta que la Calabria integró en la antigüedad La Magna Grecia. El año 1903, en que advino al mundo el futuro autor de Somos hermanos, fue un año verdaderamente histórico, como que fue el año de la invención de la quiniela, el juego pitagórico cuya paternidad se disputan siete países. Su creador criollo fue José Betronilla, el primer quinielero de Buenos Aires.- El fulano era dueño de una cigarrería que funcionaba en la calle Corrientes entre Bermejo y Anchorena y era el deus ex machina de la tanga. Oficiaba de apuntador, pasador y pagador. Y casi siempre, de ganador…
Su clientela estaba integrada por los bolicheros de las inmediaciones, los puesteros y los peones de Mercado de Abasto. Edmundo Guibourg, que era del barrio, debe haberlo conocido. Los hermanos Pisarro, también, en ese mismo barrio y por aquellos años empezaba a hacerse notar un muchacho que fue peón, aprendiz de tipógrafo y changador. Pesaba 99 kilos, descalzo. Se llamaba Carlos Gardel, mejor dicho Gardés. La ese por la ele la cambió mucho después. Había oído cantar en las cantinas de la parroquia a los payadores del momento y no tardó en destaparse, pues si bien le faltaba experiencia, le sobraba corazón. Y voz. Empezando a llamarlo El Morocho, si bien de morocho no tenía más que el apodo, aunque el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano define a los morochos como “personas robustas, frescas, y bien conservadas…”
Rimoli -o Linyera- era mucho menos morocho que Gardel y, como Gardel, hizo el bachillerato de la calle y la universidad de la noche. A ratos perdidos el muchacho frecuentaba la Biblioteca Obrera de la calle México 2070. Luego estudio y practicó el telégrafo en la seccional 18° de la Policía, instalada en la calle San Juan, frente al mismo teatro de Verano, donde conoció al legendario Pepe Podestá. En septiembre de 1918 se recibió de telegrafista y se empleó en la sucursal 5° de Correos.
José Gobello nos recuerda que la adolescencia del poeta inminente se le iba en lecturas y sueños ambiciosos. Tenia apenas 10 años cuando murió Carriego, una de sus mayores devociones. Sus amigos fueron Álvaro Yunque, a quien siempre trató como a un maestro, López Azcona, un anarquista somnílocuo, dueño de un poderoso don verbal. Vicente Greco, el autor de Rodríguez Peña. Enrique Dizco y Juan Julián Centeya. Y algunos otros seguramente, entre los cuales no hay que olvidar a los hermanos Julio y Francisco De Caro, que le pusieron música a sus letras más felices. También debe haber conocido a Gustavo Rissio, cuyo nombre lleva hoy una calle porteña.
Años más tarde, cuando publicamos la Exposición de la Actual Poesía Argentina, lo encontramos en la esquina del colegio Carlos Pellegrini. Nos llamó para recriminarnos furioso su exclusión de la prematura antología. Cuando intentamos disculparnos alegando que solo habíamos incluido a poesías con libro, se encrespó dándonos el nombre de Carlos de la Púa, que efectivamente, no había publicado aun La Crencha Engrasada.
-Lo que pasa es que El Malevo es un niño bien y ustedes- en el ustedes incluía a Pedro Juan Vignales- han hecho una antología de jailaifes. Les dio vergüenza o tuvieron miedo de incluir a los verdaderos poetas, a los poetas de abajo, a los hombres de pueblo.
Fue inútil que citáramos los nombres de Álvaro Yunque, su maestro, de Gustavo Riccio, de Nicolas Olivari, Raúl González Tuñón de Juan Guijano, de Santiago Ganduglia, de Antonio Alejandro Gil y sobre todo, de Aristóbulo Etchegaray, de quien la Exposición incluía los versos de Al Sol de la Bandera de mi Regimiento, que, según nos escribió luego Miguel de Unamuno, habrían justificado, bajo el régimen que el padecía, el pelotón de fusilamiento.
Esa misma noche nos reconciliamos en la lechería de Ángel Greco, el autor de Naipe marcado.
Una lechería en la que se podía beber vino caliente y encontrarse con poetas.
Esta es la anécdota, pero Dante A. Linyera fue mucho más que la anécdota. Fue pueblo. Sabia instintivamente que la poesía estaba más allá de la verificación infalible, de las palabras almidonadas y perfumadas, de las imágenes con minifalda. Su obra tuvo el gesto desesperado de esos hombres enloquecidos de dolor, que, solos, sin anestésicos, se abren el hígado para extenderse el cálculo. Fue un postergado, un desposeído. Amaba la vida, quería ser amado, tener hijos, disponer de dinero para preservar sus suelos de la bulliciosa vulgaridad. Y lo dijo en su idioma, en la lengua de la suburra, en la misma que hubieran escrito Francois Villon, Etienne de la Boetie o Dylan Thomas de haber arrastrado las alpargatas y las ilusiones por nuestra ciudad y en nuestros días, abrumados por la espantosa belleza del tiempo que padeció aquel.
Y en el bulín rasposo me pasaré las horas
mascándome esta yeta que me sigue. No quiero
saber de nada, ¡nada! ¡pucha digo! ¡si vieras
cómo estoy de cansao! ¡cómo estoy de fulero!
La percanta que engrupe, los amigos que gozan
con el sopapo que uno recibe por mamerto,
la familia que bronca y el bullón que escasea…
¿Esto es vivir…? ¡Piantame de mi lao esos versos!
Estas dos estrofas resumen su filosofía de hombre abocado a un callejón sin salida. Después perdió la razón, que es lo primero que pierden los poetas. Dante A. Linyera llevaba una vida desordenada y sombría. Sentía de un modo agudo y doloroso la evidencia de su soledad, pero no de una soledad espiritual, metafísica incapaz de poblarse de presencias cordiales.
Necesitaba que alguien estuviese a su lado para combatir esa perturbación angustiosa que sobrecogía su ánimo, al ocaso definitivo de la memoria, esa muerte ilesa de cuyo avatar no podría ser testigo apasionado de siempre, pues había extraído en las sobras la clase de su identidad. Se perdió mudo y con los ojos abiertos en el laberinto asfixiante de la locura. Julián Centeya, el poeta de las calles sin dueño, lo acompaño hasta el final. El 15 de Julio de 1938, zangoloteado sin misericordia por la espantable medusa, partió a contarle sus penas a Pascual Contursi, a Carriego, a Greco, a Betinotti. Tenía 35 años, la misma edad que acuso Florencio Sánchez, una de sus devociones, cuando dijo“ ¡planto!”. Y se plantó para convertirse en destino.
Buenos Aires tiene dos calles tristes, solitarias y sórdidas. Una se llama Gustavo Rissio y la otra Carlos Gardel. Como no hay dos sin tres, busquen nuestros grandes bonetes una calle más triste, más lamentables que aquellas. Y pinten el nombre de Dante A. Linyera. Su nombre ayudará a los muchachos que sufren como él sufrió a sentirse menos solos.
La Maga – 23-09-92 – Por Cesar Tiempo