Las Llaves
Las llaves siempre son un problema cuando no encajan en la cerradura correcta: cuestión de llave o cerradura, es una pregunta anodina.
Magda era una mujer de pocas respuestas y menos palabras. Algunos pensaban que la escasez de su vocabulario provenía de la ausencia de educación formal; otros creían que algo traumático fue la causa del bloqueo de su habla. Nada más lejos de la realidad. Magda no hablaba porque no encontraba nada interesante para decir y peor aún, no tenía a quien contarle ni siquiera aquello que consideraba baladí. Poco a poco perdió el hábito de hablar y ganaron la partida otros intereses: escuchar música, jugar al ajedrez, pintar y hasta se animó con un par de textos que recordaban, en su narración, antiguas mitologías greco-romanas. De este modo consumió cuatro décadas hasta que finalmente quedó sola: los padres murieron en primavera. En el pueblo se comentó que Magda no viviría mucho tiempo: los progenitores habían sido todo para ella. Sin embargo, ella vivió cuatro décadas más. Cuidó su huerta, crió gallinas, regó cada mañana su jardín y también supo no quitarnos la mirada de encima. Desde lejos se escuchaba la música procedente de la casa de la mujer: Bach y Mozart eran los favoritos. De niños nos gustaba espiar a esa viejecilla enigmática. Nos trepábamos a la higuera de su patio para robarle algunas brevas, mientras la observábamos sin disimulo: nunca estaba demasiado quieta. A veces, perfumaba el ambiente con lavandas que había sumergido en el agua caliente de un tarro oxidado o calentaba agua en una vieja olla con hojas de eucaliptus adentro. Esos aromas que invadían el aire buscaban alimentar el alma o gratificar el olfato, y vaya si lo lograba. Por las tardes solía dedicar tiempo a escribir con un palito sobre la tierra negra, y nosotros, los chicos del barrio, corríamos hacia donde ella estaba para leer aquello que nos había dejado. No entendíamos demasiado el porqué de su forma de comunicarse, pero guardábamos en la memoria cada mensaje que nos dejaba porque aprendimos que Magda en un abrir y cerrar de ojos borraba esa huella.
Una tarde de pleno verano, que recuerdo con ternura, ella escribió: somos como estos trazos, así de simples, así de efímeros. Luego de eso nunca más la volvimos a ver. El pueblo se encargó de su entierro y nosotros, aún hoy, le llevamos flores. Las más comunes, las silvestres.
Las llaves del alma que nos proyectan al mundo siempre son un problema cuando no encajan en la cerradura esperada. Eso era Magda, una llave dispersa. Hoy que estoy solo, sé que ella nos habló al oído con otros caminos; no fueron los habituales, pero fueron hermosamente sinceros. ¡La pucha, me da nostalgia recordarla! No sé cómo ni por qué, pero me dieron muchas ganas de garabatear algo con este palito sin dueño, sobre esta tierra fértil que es y no es mía; la tierra del pueblo, la de la casa de Magda, la de los trazos fugaces.
Ana Caliyuri – Tandil – Provincia de Buenos Aires – anacaliyuri@gmail.com
Del libro “Cuentos de Estación ” – Ediciones Tahiel – 2016