Durante siglos la humanidad aceptó que un género era una serie de elementos o seres, que mantenían entre sí analogías destacadas y permanentes. Así tuvimos y tenemos especies animales y vegetales que provienen de sus respectivos géneros, telas denominadas géneros, palabras que según su sexo pertenecen a uno u otro género y también la literatura, el cine y el teatro se valieron de esa palabra tan abarcativa, para categorizar distintas temáticas y manifestaciones de diversas funciones y características.
Pero con la difusión del comercio, la expansión capitalista a escala mundial y el surgimiento de mercados masivos, fueron apareciendo marcas comerciales que por ser las primeras o por la aceptación y permanencia que sus productos tuvieron en los consumidores, se convirtieron con el paso de los años en sinónimos del producto mismo. Así sucedió con la aspirina, que desde el siglo XIX esta reconocido como el analgésico por excelencia en el mundo entero. A medida que los mercados se globalizaban, distintas marcas lideraban líneas de productos que por falta de competencia, o simplemente al instalarse en la preferencia de los consumidores por peso propio, se confundían con lo que representaban; así nacieron Coca-Cola, Gillette, Maizena, Movicom. La lista es tan extensa como frágil la memoria para registrarlas, ya que ese curioso fenómeno de apropiación de un género por una marca, atravesó décadas, culturas diferentes y decenas de países, sobreviviendo a dos guerras mundiales y a las transformaciones radicales que sobrellevaron continentes enteros durante el conflictivo siglo XX.
De esa centuria difícil son hijos la mayoría de los denominados genéricos: esas marcas que nadie puede separar del producto y que como lo evidencia el adjetivo, son el paradigma del género que representan. Es que más allá de los poderosos emporios económicos que sostienen a muchos de esos genéricos, con sus derivaciones en temas como producción, empleo y competencia, hay implicancias culturales insospechadas seguramente, por aquellos que crearon el producto. Prueba de esta afirmación es el lenguaje cotidiano que esta mechado de genéricos. Es imposible sostener un diálogo doméstico más o menos coherente, que no incluya alguna de estas manifestaciones. Es normal encontrarse con alguien para conversar e ir a “tomar una coca”; aunque termine ingiriendo una gaseosa de cualquier marca. O comprar en el kiosco “una birome”, aunque la marca sea Silvapen o Bic. También solicitar una Gillette, a pesar de que después nos marchemos con una afeitadora de cualquier otro nombre y calidad. L a misma situación se hace extensiva al requerir una “curita”; después nos llevamos cualquier apósito. Muchos aspectos del diario trajinar están condicionados en mayor o menor medida por un genérico. Así nos vemos comprando un “Paty”, a pesar de que la hamburguesa es casera y fue adquirida en un puesto callejero de choripanes, en el cual también podemos pedir un pancho con Savora, y que en realidad puede ser un savorizante marca Fanacoa o de cualquier otro origen, o simplemente mostaza casera. Si intentamos reconstruir un día en la rutina de cualquier habitante de una ciudad occidental y de muchísimas de Oriente, tropezaríamos con no menos de media docena de genéricos imprescindibles.
Decíamos que semejante permanencia se explica en primer término, por las cualidades del producto y la oportunidad del lanzamiento en el mercado, pero desde el punto de vista cultural, el desplazamiento de la marca al producto mismo tiene que ver también con el uso del lenguaje. La función obvia de la lengua es comunicar a los seres humanos. Por lo tanto, en una sociedad que día a día es inundada por una voluminosa masa de información, el habla tiende a ser muy dinámica, inestable y también a buscar el camino mas corto entre emisor y receptor, el mensaje apunta a la síntesis. En este afán de síntesis natural y también como consecuencia del empobrecimiento del lenguaje que padece la civilización contemporánea, es que los genéricos cumplen un rol comunicacional muy importante, ya que por ejemplo, difícilmente alguien pida en la farmacia un “apósito protector”: seguramente reclamará “una curita”. Y en el supermercado se acercará a la góndola en busca de “un lactal” y no pensando en un “pan lácteo en rebanadas” y así sucesivamente hasta cubrir todo el tejido de nuestras necesidades cotidianas.
Pero la inventiva criolla es traviesa y aguda, y así se valió de los genéricos para caracterizar algunas siluetas humanas, particularmente en Buenos Aires. Por asociación con el famoso analgésico rival de la aspirina Bayer, se llamó “Geniol” al tipo muy inteligente (como superlativo de genio); al loco se lo denominó “colino”, como resultado de una compleja construcción que utilizaba al célebre dentífrico Kolynos y al vocablo lunfardo “colo”, revés o “vesre” de loco. Tampoco se salvaron de la caricatura los alimentos, ya que al sandwiche de milanesa voluminoso se lo llamó “alpargata”, relacionándolo con la legendaria zapatilla de yute de esa marca registrada, transformada en un genérico que es parte de la identidad argentina. Y hasta los automóviles fueron víctimas del humor nacional, cuando a mediados del siglo XX en la calle circulaban gran cantidad de Fiat 600, un chiste anónimo rebautizó a los mismos con el seudónimo de Evanol; ya que serían “utilizados por todas las mujeres”, como aseguraba un slogan del conocido analgésico para malestares femeninos.
Tal el poder de los genéricos, cuyos nombres pueden utilizarse sin dificultad hasta en el chiste anónimo, que requiere una absoluta comprensión tanto del lenguaje empleado como de los códigos que componen la idea.
La cultura de la sociedad de consumo pontificó las marcas a tal punto, que la marca registrada de cualquier producto se convirtió en algo intocable, inamovible del espacio ganado en las preferencias del público y legitimado por las leyes del mercado. Pero a mediados del 2002, el juego de la oferta y la demanda en un terreno tan sensible como el de los medicamentos, sufrió un duro revés cuando a raíz de la sanción de la llamada Ley de Medicamentos Genéricos, los profesionales de la salud se vieron obligados a recetar los medicamentos por el nombre genérico de la droga base, ya que en rigor de verdad, ese es el verdadero nombre del medicamento. Por lo tanto, el farmacéutico ofrecía al cliente las distintas variantes que bajo una diversidad de marcas de fantasía existían en el mercado, entonces el comprador optaba por el menor precio u otra ventaja, por el que más le convenía.
Muchos pensaban que esa ley marcaría el eclipse de las marcas líderes, pero la insistencia de los laboratorios en la promoción de sus productos (merchandising, organización de eventos vinculados a las ciencias médicas, cartelería en farmacias), demuestra la decisión del mercado por influir en la elección final del cliente o en la opinión del médico.
De todos modos, la problemática de los medicamentos y las derivaciones que pueden acarrear una decisión incorrecta, no son válidas para todo el universo de productos encuadrados en la denominación de genéricos, ya que el consumo o el rechazo de una gaseosa, una máquina de afeitar o una hamburguesa, no entraña situaciones de vida o muerte como en el caso de los medicamentos. Pero el reinado de esas marcas registradas que se convirtieron en genéricos, no es eterna y requiere de cuantiosas inversiones en concepto de publicidad para mantener esa posición privilegiada. Por eso uno de los recursos elegidos por las empresas líderes para no perder terreno, es la inmigración de marcas. Consiste en colocar varios productos o marcas menos relevantes, bajo el “paraguas” de otra mejor posicionada en el mercado.
Así a principios de los años 2000, encontramos esa tendencia a la mudanza de nombres, afianzándose en galletitas, pañales y otros rubros. Eso explica que en las góndolas aparecieron las legendarias galletitas rellenas marca Amor, Rumba, Mellizas y Merengadas, rubricadas por el genérico de obleas Opera. También la célebre Panchita (de chocolate rellena con crema), devino en la asociación con Sonrisas, rellenas de jalea. También la papilla de bebes Nestum, que fuera el genérico, se convirtió en Nestlé a secas; el puré Chef paso a ser Maggi, como los caldos y sopas concentradas y los pañales Mimito se metamorfosearon en Huggies. El muestrario de migraciones es muy extenso, pero basta con mencionar a las marcas líderes, para comprender que se trata de una tendencia que genera consecuencias importantes, ya que involucra marcas y productos que mueven millones de dólares en el mundo, y cuyas actividades, influyen en muchos aspectos sobre una gran cantidad de seres humanos, directa e indirectamente.
Ese empecinamiento de los productores por mantener posiciones de vanguardia en el mercado, los llevó en algunos casos y luego de la gran devaluación de 2002, a intentar reflotar marcas famosas que fueron desbordadas por la marea importadora en la década del Noventa, quedando fuera de la competencia. Así sucedió con las zapatillas Flecha y Pampero, producidas por la Fábrica Argentina de Alpargatas durante muchos años. Tales marcas fueron sinónimos de los respectivos modelos de calzado que ambas representaban, como también sucedió con las legendarias zapatillas Champion en la provincia de Córdoba, a las que los cordobeses llamaban “las champión” aunque se tratara de otras marcas. Esa tentación de resucitar antiguos genéricos llevó a algunos esperanzados empresarios, a relanzar el fijador para cabello Gomina, símbolo del peinado elegante durante varias generaciones; los cigarrillos Viceroy y Pall Mall y la indumentaria deportiva Pony.
Pero ese fervor por aquellos productos exitosos, tiene una explicación económica concreta: la devaluación había generado un tipo de cambio alto que permitió a la producción nacional, volver a ser competitiva, debido a los elevados costos de las manufacturas importadas. Pero como en todos los temas que involucra la libertad de elegir de las personas, la resurrección de algunos genéricos tiene un final abierto. Lo que ya no discuten los especialistas es que poseer los derechos de una marca célebre (vigente o desaparecida), es un activo económico en sí mismo, como si se tratara de acciones bursátiles o instalaciones fabriles o comerciales. Por eso se registran transferencias de valores millonarios por marcas cuyo parque industrial es inexistente, pero que continúan presentes en la memoria de los consumidores. De todos modos, que un producto se convierta en un genérico, es decir, en un sustantivo común, tiene riesgos importantes; particularmente en el rubro alimenticio. Es el caso de las hamburguesas que se venden en muchos sitios sin controles sanitarios adecuados o donde éstos son insuficientes, y que tanto vendedores como clientes denominan Paty, sin que la anónima hamburguesa que se expende a un precio más económico, tenga ninguna relación con la creada por Quickfood y que diera el apellido a una interminable serie de continuadores y competidores. Lo mismo ocurre con los apósitos protectores, ya que hay una gran variedad de marcas y calidades, que todo el mundo llama “curitas”, sin discriminar si se trata del famoso genérico o de algún sucedáneo. La inquietud puede hacerse extensiva a los teléfonos celulares o “movicones” como denominaban muchos usuarios a sus teléfonos móviles, aunque la identidad del aparato corresponda a otra marca ajena a Movicom. Al margen del riesgo siempre latente de que la marca original del producto se diluya en el producto mismo, la ventaja de liderar cómodamente el segmento de mercado cautivo compensa con creces cualquier sobresalto. Pero esta convivencia con la gloria de los genéricos que han hecho historia no esta exenta de sorpresas, ya que al acuerdo alcanzado en 2004 en la Argentina por los gigantes de la telefonía móvil Movicom y Unifón para fusionarse, tuvo como consecuencia la desaparición de ambas marcas y el nacimiento de Movistar, la flamante criatura concebida por la mencionada unión. El desafío autoimpuesto por la nueva marca en un mercado muy trajinado por varios competidores de primera línea, fue riesgoso, teniendo en cuenta el peso que el nombre Movicom tiene en el inconsciente colectivo, en tanto es considerado sinónimo de teléfono celular desde su desembarco en nuestro país.
A pesar de que en el siglo XXI parece estar todo dicho en materia de comunicación en lo que a marketing se refiere, los publicistas continúan explorando las emociones humanas para obtener una ventaja adicional, una brecha que permita direccionar la voluntad de compra del receptor del mensaje, hacia un determinado producto en el momento y en el lugar oportuno. Para ahondar en las profundidades del deseo e influir en él, quienes se dedican a la investigación de mercado utilizan entre otros recursos, la resonancia magnética para analizar las reacciones de las personas ante determinados estímulos publicitarios; la técnica denominada neuromarketing instaló al antiquísimo arte de vender en los umbrales de la ciencia ficción, ante la indignación de los organismos de defensa de los consumidores y otras organizaciones afines, que temen que la publicidad se transforme en una manipulación sin tapujos del cliente, por parte de las empresas. En el caso que tal práctica se generalice, la ya veterana publicidad subliminal clásica será parte de la prehistoria del marketing.
Pero no todos los caminos de la venta son transitados por proyectos tan sofisticados como el que descansa sobre la información proporcionada por las resonancias magnéticas, ya que la historia de los genéricos continúa siendo una fuente inagotable de aportes para las marcas que defienden su liderazgo, o para aquellas que presionan para desplazar a las que ocupan la vanguardia. Esas experiencias de marcas registradas que devienen en genéricos, tienen además de sus cualidades intrínsecas y desde el punto de vista cultural, un carácter de construcción colectiva. De la misma manera que la marca se transforma en sustantivo, el producto en su proceso de captación de la preferencia de los consumidores, se va nutriendo de matices y características (a veces reales y otras imaginarias), que le otorgan una categoría especial y lo sustraen del universo de objetos de consumo cotidiano, para dotarlos de virtudes totalmente ajenas a las que imaginaron sus fabricantes.
Por ejemplo, un mito juvenil de la década de 1960 concedía poder afrodisíaco a un par de tabletas de Geniol sumergidas en Coca-Cola; lo curioso es que si la persona que recibía el consejo hacía el experimento con productos de otras marcas, el fracaso estaba asegurado. Es llamativo que a ese mito se lo considerara exitoso solo con la combinación de archifamosos genéricos. De la misma manera, una dieta no era totalmente confiable, si el enfermo no la cumplía con té y bizcochos Canale. El muestrario de genéricos a los que se les atribuyen virtudes “especiales”, es lo bastante abultado como para componer una verdadera antología de la imaginación popular en ese terreno.
Pero hay otros productos cuya popularidad los llevó a ser inmortalizados por artistas célebres, como Alpargatas. La empresa creadora de una especie de zapatilla de la misma marca, encargó a mediados del siglo XX al artista plástico Florencio Molina Campos, la ilustración de almanaques publicitarios con motivos camperos y escenas de la vida cotidiana en el medio rural argentino. El talento de Molina Campos y la popularidad de Alpargatas inmortalizaron esas láminas que décadas más tarde, eran buscadas por ávidos coleccionistas.
De la misma manera que Alpargatas abrió una inesperada puerta al arte, otra marca registrada se integró tan profundamente a su lugar de origen, que se transformó en símbolo de una de las ciudades más importantes de la provincia de Buenos Aires: Quilmes.
La cerveza Quilmes se instaló de la mano de la familia Bemberg, en la ciudad del mismo nombre a fines del siglo XIX. Con el paso de los años, así como fue absorbiendo marcas rivales de antigua data, el sello cervecero se fue extendiendo a otros aspectos de la vida cotidiana. El logo de la empresa, que consiste en el nombre estampado con letra cursiva sobre fondo azul y blanco, se transformó en una suerte de escudo de armas de la ciudad, reproducido por muchas instituciones y actividades sociales como rasgo distintivo Aunque la omnipresencia de la empresa en el terreno del marketing la llevó a ser sponsor de la Selección Nacional de Fútbol y avisador infaltable en los principales eventos deportivos, no cabe dudas que el hecho de prohijar al principal equipo de fútbol del distrito, el Quilmes Atlético Club, fue un paso importante en esa mimetización de la marca de cerveza con la ciudad de Quilmes. La camiseta del “decano del fútbol argentino”, tiene la palabra “Quilmes” estampada con la inconfundible letra cursiva y sería impensable que desaparezca de la casaca “cervecera”, ya que la identidad del club quedaría seriamente afectada
La fascinación que la mágica palabra ejercía sobre los publicistas era tan fuerte, que hasta en algunas campañas políticas hubo agrupaciones que copiaron el logo o el tipo de letra de la cerveza, para reforzar el mensaje a los votantes.
Este ejemplo del potencial de una marca líder, aunque reducido al ámbito de una ciudad bonaerense, es probable que transite por los mismos carriles comunicacionales que en otro tiempo histórico y en otro lugar, recorrió el celebérrimo Volkswagen, el “auto del pueblo” que nacido en los albores del Tercer Reich hitlerista, durante décadas fue uno de los principales símbolos de la cultura técnica alemana, independientemente de las tremendas circunstancias políticas, guerra incluida, que le tocó sobrellevar.
Pero en esa populosa región del Conurbano Bonaerense compuesta por el partido de Quilmes y distritos vecinos, Quilmes es sinónimo de cerveza por preferencia, tradición y también por estar ligada a aspectos esenciales de la vida de muchas generaciones, como lo son el empleo, el deporte, y otros aspectos que hacen a los intereses domésticos de mucha gente. Pero ese camino de posicionamiento que transitan las marcas registradas hasta ingresar al exclusivo club de los genéricos, ya no es recorrido sólo por empresas que funden su nombre al producto o a la región de origen, sino que hay naciones que desde los ámbitos oficiales y con apoyo de profesionales y empresas interesadas en el proyecto, trabajan para difundir en el mundo, la “marca-país” respectiva. Algunos países con tradición turística como Brasil, Estados Unidos o España, trabajan intensamente para asociar su oferta a la singularidad de la nación, tratando de que las cualidades observadas en rubros como el turismo, el consumidor las relacione con otras producciones inclusive las industriales. Si bien EE.UU. lidera las ofertas de “marca-país” como la Coca-Cola, Ford, Mc Donald’s, en realidad se trata de empresas privadas que pelean su propio mercado y muchas veces en el resto del mundo, sufren los avatares de las decisiones políticas de la Casa Blanca, ya que frecuentemente los naturales de distintas regiones del planeta, las hacen blanco de su ira.
El caso de la “marca-país” tal cual la plantearon los gobiernos, consiste en “vender” el país en sus distintas opciones: turismo, cultura, industria y servicios. En esa línea de pensamiento el fallecido ex presidente Néstor Kirchner presentó en 2004, su Estrategia Fundacional Marca País. El emprendimiento consistía en sostener a través del tiempo y de los sucesivos gobiernos, políticas de Estado capaces de instalar en el mundo, los productos de origen argentino, constituyendo al nombre de nuestro país, en el genérico por excelencia de una amplia gama de productos cuyo denominador común, debería ser la calidad y el prestigio, resumidos en una palabra: Argentina.
Por Ángel Pizzorno – Roberto Bongiorno